_
_
_
_

Carmena indulta las chabolas de los Vargas

Un poblado resiste una década en los terrenos de la Operación Chamartín

Pilar Álvarez

A Yoli Navarro Vargas le dan miedo las serpientes y la oscuridad. No necesariamente por ese orden. Durante el día, abre las puertas de su oscura chabola para que entre la luz. Por la del baño se cuela a chorros a través del techo de plástico transparente. Por la noche, las cierra bien para evitar las serpientes “grandes como puños”. Yoli está separada y convive con sus tres hijos en la última chabola del poblado de Fuencarral.

En varios rincones del salón de la casucha hay bolsas de medicamentos y papeles del hospital. Antoñito, el hijo mayor, nació con una enfermedad congénita que le provoca convulsiones y taquicardias. Por él hicieron el baño y forraron el suelo de parqué viejo para intentar aislar. Antoñito, que tiene las paletas separadas, es ya cuarta generación en este lugar rodeado de tablones y muebles viejos que ha resistido más de una década pese a las órdenes firmes de derribo y a estar enclavada en mitad de una de las mayores operaciones urbanísticas de Madrid.

El terreno forma parte de la Operación Chamartín, que preveía extender el paseo de la Castellana y construir casi 18.000 viviendas y que está en suspenso desde que el Ayuntamiento cambió de manos el pasado mayo. Los Cortés y los Vargas comenzaron a asentarse en el terreno hace más de una década. “El primero que llegó aquí fui yo”. Repantingado sobre una silla de su patio, Antonio Cortés rememora los orígenes. “Me puse un cacho de telón y se cayó porque estaba lloviendo mucho. Luego hice la chabola, que se me quemó. Y ya vino mi familia y empezaron a hacérselas todos...”. Ahora temen que llegue la piqueta, las derribe de una vez y les deje en la calle, ajenos a que el nuevo Ayuntamiento no prevé ejecutar la orden de demolición que se acaba de reactivar.

“Nunca los dejaríamos en la calle”, dice el Ayuntamiento

El concejal de Fuencarral, Guillermo Zapata (Ahora Madrid), asegura que no hay intención de derribar las chabolas de los Vargas. “Esa no es nuestra línea de actuación”, señala. El responsable indica que no tenía conocimiento de la notificación que llegó a una de las familias el 23 de julio y que reabre la vía judicial para la demolición. El edil participó el 27 de julio en una comisión de seguimiento del distrito en la que se informó “de las chabolas existentes en el barrio pero no se habló de derribos”. “Jamás les echaríamos sin vivienda, no los dejaríamos en la calle”, sostiene el edil al teléfono. Guillermo Zapata añade que hay un trabajo “bastante intenso” de los servicios sociales con esas familias y que la Policía Municipal hace un seguimiento sobre el terreno. Añade que no constan quejas de los vecinos de la zona.

Al otro lado de la puerta, Dori Vargas mira de soslayo a su exmarido Antonio Cortés. No quiere salir en las fotos ni vive en el poblado, donde hay unas 40 personas. La mayoría se apellidan Vargas de primero o de segundo.

Hay niños por todas partes. Los menores están matriculados en el colegio público Vasco Núñez de Balboa. En vacaciones, juguetean por el poblado. Gatean, bailan y gritan alrededor del patriarca mientras sigue su relato. Antonio Cortés defiende que no viven del “trapicheo”. “No vendemos drogas, no somos camellos ni tenemos las chabolas por todo lo alto. Miren lo que quieran”, explica a los periodistas.

Las chabolas están construidas a retales, con palés como paredes, azulejos dispares por el suelo, televisores casi siempre grandes y hornillos generalmente pequeños. Los suelos brillan como patenas pero hace calor. En otoño se llenan de goteras. En invierno se cuela el frío por las rendijas. Nadie tiene empleo estable a lo largo y ancho del poblado. Unos y otros cuentan que viven de la renta mínima, de las ayudas sociales o de la venta de chatarra.

Las familias del poblado han recibido “muchas veces” amenaza de desalojo. De las dos últimas notificaciones se libraron por errores de forma. En un caso, el número de la calle no coincidía con el de la citación. En 2013, se comunicó un único derribo para todas las casas aunque el proceso legal exige tramitarlas una a una.

“Nos ha llegado una nueva carta del Ayuntamiento”, dice Roberto Miguel Santos con el documento en la mano. Este hombre moreno y de grandes dimensiones es dominicano y yerno del patriarca Cortés. “Soy un gitano light, tengo cinco yernos payos”, resalta el suegro. Roberto y su mujer, Mireya, llevan tres años en el poblado. Ocuparon el espacio vacío que dejó otra de las hijas de Antonio al mudarse a un piso social. “Tiramos su chabola y construimos la nuestra”, dice Santos. Aquí las casas son de quita y pon.

El último papel municipal, del pasado 23 de julio, reclama “de forma inmediata” el desalojo de su chabola. “El lema de la nueva alcaldesa es no tirar a la gente a la calle. Nosotros queremos que vengan a vernos y nos den una solución”, argumenta Roberto apelando a su manera a la política antidesahucios de la nueva regidora de Madrid, Manuela Carmena. Un día después de la visita de EL PAÍS al poblado, el Ayuntamiento confirma a este periódico que no tiene intención de derribar las chabolas y que la situación de sus moradores está en estudio.

Las familias piden alquileres de “unos 100 euros para poder pagarlos”, calcula Cortés. A su sobrina Yoli le gustaría un piso al que no lleguen las serpientes para ella y sus tres hijos. El mayor, Antoñito, levanta el brazo junto al dintel de la puerta. A sus ocho años, ha debido oír hablar mucho de pisos sociales porque señala el bloque de viviendas de ladrillo visto que hay al final de la explanada y proclama sin que nadie le diga nada: “Yo quiero ese piso de allí, el del IVIMA [Instituto de la Vivienda de Madrid]”. A su hermana de cuatro años le importa poco de dónde venga la vivienda. Lo único que reclama, si se mudan, es que le pongan “la habitación de Pepa Pig”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Pilar Álvarez
Es jefa de Última Hora de EL PAÍS. Ha sido la primera corresponsal de género del periódico. Está especializada en temas sociales y ha desarrollado la mayor parte de su carrera en este diario. Antes trabajó en Efe, Cadena Ser, Onda Cero y el diario La Opinión. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla y Máster de periodismo de EL PAÍS.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_