La línea roja del ascetismo
"The Valley of Astonishment" no es una obra de teatro al uso
Peter Brook ha ido muy lejos en su ejercicio de desprenderse de todo lo superfluo en el espacio desnudo escogido para explicar sus historias; camino de desprendimiento que desde hace algunas décadas cuenta con la compañía cómplice de Marie-Hélène Estienne. Tan lejos que parece que ya está de vuelta, equipado solo con el ligero zurrón del asceta. Guardado en el cuero de la experiencia, retazos de una larga reflexión sobre el ser humano, la mente y lo maravilloso de lo extraordinario.
The Valley of Astonishment —título del espectáculo—es una cita de La conferencia de los pájaros, poema del persa Farud Al-Din Attar que Brook adaptó para Jean-Claude Carrière en 1979. El caso central de la pieza revisita las memorias del neurólogo ruso Alexander Luria, protagonista ya en 1998 de Je suis un phénomene, y el marco dramático encaja en la línea abierta en 1993 con L'homme qui, a partir de los estudios realizados por Oliver Sacks. Cualquiera con un mínimo sentido del respeto se resistiría a pensar que el maestro da señales de agotamiento con esta relación de referencias conjugadas en pretérito.
THE VALLEY OF ASTONISHMENT
Dirección: Peter Brook y M.-H.Estienne.
Con: Héctor Flores Komatsu, Kathryn Hunter y Marcello Magni.
Teatre Municipal de Girona, Temporada Alta, 14 de noviembre.
Quizá no es una obra de teatro al uso y debe someterse a otro tipo de análisis. Quizá es un ensayo escenificado, una conferencia transferida a su compañía. La opción fácil para liquidar la sombra de insatisfacción que se posa sobre el espectador. Esperaba más, otra iluminación. Qué hacer entonces con la electrizante naturalidad con la que Kathryn Hunter responde a la condena de la memoria imborrable y de la sinestesia. También descartar la belleza caligráfica de la coreografía del cuadro invisible de un pintor que llega al pincel porque relaciona palabras con colores y encuentra en el arte una salida a su soledad vital. Tampoco sería entonces necesario valorar un sorprendente giro hacia el teatro popular. Un truco de magia de mesa con un prestidigitador manco y la participación del público. Un número de varietés en un montaje de Brook, una escena de revelación, de fascinación infantil ante la realidad alternativa y mágica del teatro.
Los argumentos se acumulan para reconsiderar la primera y dubitativa impresión y reafirmarse en la maestría de Brook. Ahí están, sin lograr un convencimiento absoluto. Fragmentos estimables de un conjunto que adolece de un exceso de depuración del método. Excepto Hunter, los otros dos actores que se reparten el tiempo en el escenario tienen una actitud en ocasiones laxa, casual, como si en su aprendizaje hacia la máxima sencillez hubieran prescindido incluso de la tensión de los que tienen la responsabilidad de crear ilusiones y fantasmagorías, de contagiar al público de una sinestesia colectiva.
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