La carnalidad y el tofu
El autor de Kiss from a rose concita una espléndida entrada, en torno a los 2.000 espectadores
Norma número uno del buen aficionado a la música en vivo: llegar al concierto con la suficiente holgura como para echarle un vistazo a los teloneros, no vaya a ser. Este viernes, durante los prolegómenos de la actuación de Seal en las Noches del Botánico, sucedió algo inhabitual y precioso. La gente dejó de charlar y echarse el cigarrito, se giró hacia el escenario y acabó preguntándole a la muchacha de pelo corto: “Oye, ¿cómo te llamas?”. Resultó ser la sabadellense Nora Norman, una chavala que se marcó hasta una buena versión de Isn’t she lovely? (Stevie Wonder). Alguno puede que la añorara durante el espectáculo del artista principal.
Así fue, por mucho que el autor de Kiss from a rose concitara una espléndida entrada, en torno a los 2.000 espectadores. Seal se comportó como un tipo aburrido desde antes incluso de pisar las tablas, cuando nos suministró tres absurdos minutos de un inmutable acorde interespacial como prólogo de Crazy. Y durante la hora y tres cuartos posteriores desperdició sus posibles facultades como cantante con una extensa colección de reverberaciones. El británico de cráneo rapado y rostro tallado a cincel no pretendió mostrarnos una voz rasgada, visceral o sentida, sino solo una sucesión de ecos amortiguados.
Sucede que Seal Henry Olusegun Olumide es a la música negra lo que las películas familiares de sobremesa a la historia del cine universal. Pretende agradar tanto a todos que su acercamiento al soul resulta más ibicenco que proletario. Había en Daylight saving o Killer tanta carnalidad como en una hamburguesa de tofu. Nada en él muerde ni pellizca: su bailoteo leve solo nos evocaba locales de diseño (hortera) y peluquerías de esas que cobran los tintes como si nos aplicaran filamentos de oro en las cabelleras.
No mejoraron las cosas con Do you ever, puro rhythm & blues de bote. Seal se apaña en esta gira con solo un par de músicos en el escenario, por lo que los paletazos de música pregrabada son abrumadores. Pero cuando el guitarrista claudica, cuelga su instrumento y también se consagra al teclado, la máquina y el chis pom electrónico, todo se vuelve aún más próximo a los ideales del hilo musical.
Escuchamos palabras hermosas de homenaje a las víctimas del absurdo en Múnich. Y hubo, por contraste con el resto, un agradable paréntesis acústico, sobre todo gracias a una lectura muy desnuda de Sara smile, la vieja canción de Daryl Hall y John Oates. El resto fue pura gastronomía de supervivencia: el desmadre a lo David Guetta en The right life, el dance casi eurovisivo en My vision, el atildamiento baladístico de Love’s divine. Todo muy correcto. Todo tan insípido como el tofu.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.