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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las uvas de la vida

"Hago las catas a ciegas porque hay suelos que quiero más que otros", dice el viticultor Marcel Sabaté, de la premiada bodega Castellroig

Carles Geli
Marcel Sabaté y su padre, contemplando unas uvas de sus viñedos.
Marcel Sabaté y su padre, contemplando unas uvas de sus viñedos. JOAN SÁNCHEZ

El calor, ya a las ocho de la mañana, reverbera en la Nacional 340 a lo Ruta 66; la tierra reseca gime al paso del coche levantando polvo, aires del Dust Bowl de la Oklahoma de los años 30 en pleno Penedès. “El terreno sufre mucho, llevamos dos años de sequía; una tercera, la viña no sé si lo aguantará; esta campaña perderemos entre un 15 y un 40% de la producción…, pero el xarel·lo es la que está resistiendo mejor el cambio climático”, dice en un vaivén de emociones, casi a punto de llorar, casi a punto de reír, pena y orgullo, Marcel Sabaté, entre las vides de su casa. Rezuma ese amor total a la tierra como el de algunos miembros de la familia Joad de Las uvas de la ira de Steinbeck, o el de casi todas las almas de Los vagabundos de la cosecha o de Elogiemos ahora a hombres famosos, espeluznantes reportajes del propio escritor o de James Agee.

El libro de Marcel Sabaté y los suyos sería más Las uvas de la vida. Cuarta generación de payeses modestos atados a los molinos papeleros, la huerta y la viña, el azar no dejó dudas al destino: aplicado estudiante, se matriculó en Empresariales como mandaba la moda de los 80, pero algún incompetente olvidó unos expedientes en un cajón. Total, año sabático forzado, que, pragmático, convirtió en un cursillo sobre ese mundo del vino que, quizá más intuido que a conciencia, le atraía. Ya no lo dejó hasta salir enólogo de la primera promoción de la Universidad Rovira i Virgili.

“Él está dentro de mí; y él dice que yo le empujo”, resume su relación con su padre, Marcelino (“tiene 80 años y cada día está ahí; no tiene estudios, trabaja desde los 12; a cambio de su mano de obra pagó la primera propiedad”) al rememorar cuando, en 1988, le propuso que por qué no hacían ellos vino en casa, nada, mil litros, para probar. En 1989 nacía Castellroig y uno de los grandes proveedores de la zona se lo hicieron pagar dejándoles de comprar sus uvas. Tras años vendiendo a cara o cruz, decidieron jugársela de nuevo e ir de la viña a la copa ellos mismos.

Unas 45 hectáreas después, la clave sigue siendo la misma: la tierra. El amor de los Sabaté Coca por ella es tal que Marcel hizo analizarlas en los 90. “El Sabaté está buscando petróleo”, se mofaban algunos en Subirats. El mapa de suelos dio 66 microparcelas y 18 tierras distintas. “Hago las catas de vino a ciegas porque hay suelos que quiero más que otros; muchas veces no son los mejores, pero tengo fe en ellos y sé que, al final, aquella parcela acabará dando la cara”. Habla así de la tierra, como si fuera una persona, y de las uvas, como hermanas de sus dos hijas.

“El vino es el paisaje líquido de la tierra”, suelta mientras paladea la primera prensada de uva del día. Apenas las 10 de la mañana. El jugo vela la copa: “Son de los racimos recogidos ayer, que han estado en nevera: prensamos en frío, así la uva conserva todas sus propiedades”, explica, mientras no pierde ojo a los termostatos de las cubas o a la entrada de las primeras cajas, de la recolección de hace tres horas. “Es un poeta del vino, de un detallismo y precisión horrorosos”, bromea su hermano Josep. También trabaja ahí el cuñado, Jaume: cada comida en la masía es un consejo de administración.

“Si quiero hacer dinero debería comprar el vino en la cooperativa y luego trabajarlo hasta hacerlo de colonia, bien perfumado, que es la moda… No, debo mejorar las 230.000 botellas que produzco en vez de hacer más y más barato; el valor de la empresa no son el medio millón de botellas que tengo hoy en la cava sino esto, esto es mi bodega”. Y señala el mar de viñedos desde lo alto de un terruño en el valle del río Bitlles, donde ha hecho con piedras un mirador, de cara ya al valle del Anoia. “Al atardecer, vengo con mi padre, nos hace sentir vivos”, confiesa Marcel. “Me reconozco pequeño, grano de arena, relativiza la vorágine de la empresa: préstamos, las nóminas de 10 personas…”.

A ese mar verde, lo mima: en la parcela de Torrelavit han restaurado las barracas de piedra seca, los márgenes y replantando vides en zona escarpada y árboles para camuflar los polígonos que afean el paisaje. De vuelta, surge el campo de viñas extensísimo y plano, excavado, de un vecino. “En una semana rompió dos millones de años”. Se cruza ahora con una de sus colles: recogen la uva a mano y no toda porque en algunas plantas, cree Marcel, les falta un punto. Vendrán otra vez. “Sí, aquí no recolectamos de noche y con máquinas, que lo recogen todo: bueno, malo, animalitos, ramas y eso va a donde va; lo nuestro es antieconómico total, lo sé, pero ¿verdad que en la frutería quieres escoger las piezas? A mano estás condenado a ver la uva podrida y apartarla: los problemas se han de mirar a la cara”.

Vivo un momento doppelgänger, de bilocación, y ahí estoy con 15 años, temibles tijeras de podar, olor de tierra húmeda, calor que crece, polvo y sudor, siempre mi hilera la última de la colla; el consejo seco pero sincero del viejísimo jornalero; trago de agua fresca bajo un melocotonero cercano; poco dinero, argent de poche; un par de vendimias solo; una uva en el racimo de mi vida; fui feliz…

Ya en la finca-madre, un viejo tonel de madera de 7.500 litros enlaza el pequeño museo familiar (2.800 llaves antiguas de casa, 95 bombas de vino, botijos, porrones, vajillas, herramientas…) con el laboratorio de Marcel, la parte superior del celler donde habla de experimentar con recuperar la variedad sumoll (“nada, 120 litros, pero debe plantarse en costal”) o con ánforas (“no soy muy partidario: el fango cede siempre algo de gusto”). Ni una palabra de los reconocimientos recolectados por sus cinco vinos y siete cavas, como el consagrado por el gurú Robert Parker, que lo encumbró en 2009. Ni del premio de la Associació Catalana de Sommeliers de este año a la mejor bodega. Ya se sabe, más reconocido fuera (EEUU, Japón, Hong Kong...: el 70% de su producción va ahí). “Riojitis”, zanja.

Prefiere Marcel hablar de sus cosas, las que justifican que debajo de Castellroig luzca el lema: Vins de terrer. “He descubierto unas 25 vides interesantes y hago con ellas un poco de vino que he puesto en garrafas de 16 litros en una piscinita y voy probando; en tres o cuatro años tendré algunas respuestas… Los distribuidores me aprietan: ‘¿Qué tienes nuevo esta temporada?’ ¿Nuevo? Lo que me da la tierra cada año; casi todo lo trae ella; uno solo ha de saber escucharla”.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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