Resurrección en la jungla
Guns n' Roses derrocha más pirotecnia y oficio que emoción en su regreso madrileño ante 50.000 almas en el Calderón
"No en esta vida", sentenció un lenguaraz Axl Rose cuando le preguntaron por una posible reconciliación de Guns n' Roses. Pero justo eso fue lo que vivimos anoche, sí. Quizá algo hierático, pero reencuentro. En esta vida atemorizada y enloquecida, concretamente, la única que tenemos y tendremos, aunque a veces la sobrellevemos de aquella manera, con los controles exhaustivos y los sucesivos perímetros de seguridad que experimentamos ayer en el agonizante Vicente Calderón, a unas semanas tan solo de que su reino también deje de ser de este mundo.
Había algo de luctuoso, pues, en los prolegómenos de lo que debería ser una noche de celebración y euforia ante una resurrección inopinada. Pero la abundancia de agentes corpulentos apostados en cada esquina con esos fusiles tremebundos que apuntan al asfalto le dejan mohíno a cualquiera. Hubo que esperar hasta las 21.20, con el primer guitarrazo de Slash y Axl desgañitándose al compás de It's so easy, para que los ánimos se activaran mínimamente. Y hasta la cuarta entrega, la aún hoy fundamental Welcome to the jungle, para que la pradera atlética se convirtiera en ese enjambre febril de brazos al viento que se espera en los grandes momentos de comunión colectiva con el rocanrol. Esa bendita música del diablo.
Lo de "Bienvenidos a la jungla" se ha convertido en símbolo y frase recurrente, pero además coincidió con los mejores momentos de exaltación vocal de Rose, fiel a sus cadenones y abalorios, desprovisto ya en ese momento de las gafas que le ocultaban los ojillos pequeños y expectantes. Inmerso aún, a sus 55 añazos, en esas carreras olímpicas de derecha a izquierda, en menear el taconcito y sacudir los hombros como si el mundo fuera un lugar incomprensible y solo quedara la opción de encogerlos. Axl se sabe icónico y combate los avatares de la existencia de la única manera posible: como buenamente se puede. Y en un momento dado, en la estupenda recreación de Live and let die(su papá, Paul McCartney, ya la había ofrecido en el Calderón un año y dos días antes), juraríamos haberle visto sonreír.
En comparación, semioculto entre tanto sombrero, gafota oscura y melena ensortijada, Slash parece salir indemne de la afrenta de los años. Y se reserva, como corresponde a cualquier —ejem— colisión de personalidades una generosa cuota de protagonismo. No solo por el inevitable solo de guitarra a la hora y pico de concierto, sino por una pieza tan a su medida como Double takin' jive, con la que intenta erigirse en una especie de Juan Sebastián Bach (perdón por el sacrilegio) del heavy metal. Y al tercer puntal en liza de los GnR primigenios, Duff McKagan, se le concede una versión salerosa de Attitude. Todos salen en la foto. Y todos, sin duda, con su perfil más favorecedor.
El concierto, rondando las tres horas, ofreció un sonido mejorado tras un arranque atroz y un menú incontestable para los 50.000 fieles que habían pulverizado las entradas muchos meses atrás: éxito tras éxito, alguna concesión a Chinese democracy, un homenaje voluntarioso a Chris Cornell y fuegos artificiales y lengüetazos de fuego sincronizados a la perfección. Los Roses se han propuesto hacer caja sin renunciar a la dignidad, lo que se agradece mucho. Hay sudor, repertorio propio y versiones a mansalva. Otra cosa es el ardor. Eso ya para la próxima. Ocasión o vida.
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