Barcelona, Catalunya, Espanya
El calor popular de los Juegos Olímpicos forzó el acuerdo político
El más entusiasta y travieso fue el alcalde, Pasqual Maragall:
—“Pues claro que remaremos, lo que convenga”, dijo, lunar, al ver la barca que habíamos preparado con el fotógrafo Agustí Carbonell.
El que cuadró a la parte recelosa de la marinería, Juan Antonio Samaranch:
—“Sube, Jordi, sube”, persuadió al presidente de la Generalitat, acompasándole el brazo.
Le agradecí quedamente su ayuda y pudimos guardar el juego de anillas olímpicas que era el plan b para la foto de familia.
Esa imagen es el icono del modelo Barcelona. Todos juntos, remando en una misma dirección. Un modelo de colaboración entre instituciones y ciudadanía, un impulso transversal que arrinconó todas las dudas y permitió la explosión de un inédito entusiasmo cívico y festivo.
Fue ese modelo, simbolizado por la barquita repleta en el puerto olímpico, la plataforma que propició simultáneamente una serie de cosas extraordinarias: consiguió los Juegos, puso en el mapamundi la Barcelona contemporánea, dinamizó el deporte español, sacó del retraso secular las infraestructuras de media Cataluña y relanzó una cultura pluriforme, multilingüe y de fusión.
Trabó así una complicidad mágica —hoy añorada— de tres realidades encajables, y en tanto que tal, multiplicadas: “El que és bo per Barcelona, és bo per Catalunya i es bo per Espanya”, repetía el alcalde olímpico tanto en los momentos de angustia (si se llegaría, si el terrorismo etarra amenazaría, si algunos boicoteaban) como en los exultantes. Que los hubo de ambos, y en alto grado.
En realidad, la unidad política alcanzada entonces no fue gratis. Tuvo que vencer innumerables recelos, tras librar una soterrada batalla por la hegemonía cultural. De un lado, las fuerzas progresistas —sobre todo socialistas y eurocomunistas— mandando en la ciudad, su cinturón rojo, con el PSOE en el Gobierno.
Su patrón cultural, el catalanismo abierto del poeta Joan Maragall, el abuelo; las propuestas del núcleo federal del socialismo castellano en sintonía con las de sus colegas catalanes; un concepto de Cataluña forjado en la contemporaneidad, el país que se rehizo en los puertos mirando afuera, desde el cabotaje del XVIII: la Catalunya-ciutat (Eugenio Trías), mestiza y europea, que quisieron los noucentistes (D’Ors, Torres-García). La que apostaba por las identidades superpuestas y compatibles que muy pronto ensalzaría el libanés Amin Maalouf.
De otro, el nacionalismo, que bebía la ilusión del anclaje territorial-comarcal, del mito de los segadores en la guerra (civil) de 1640 y del asedio carlista a las ciudades... pero también —bifronte— de su modernización, de la revolución industrial, del europeísmo. Una doble alma siempre en tensión entre el nacionalismo cívico a la francesa (Péguy y Mounier) y el romanticismo alemán defensor del imperio de un inmarcesible “espíritu del pueblo” (Volkgeist) por encima de los ciudadanos tangibles.
Esta pugna cultural tenía traducciones políticas también muy tangibles. Su encontronazo principal se produjo en 1987, cuando el Parlament de mayoría nacionalista disolvió la Corporación Metropolitana de Barcelona: una agrupación de los 26 municipios de la Gran Barcelona, creada en 1974 en la senda del Gran Londres de 1965, que Margaret Thatcher se cargó en 1986. La Generalitat nacionalista no toleraba el contrapoder institucional rojo anclado en los municipios obreros y menestrales que suponían (y suponen) dos tercios de la población catalana.
En este sentido, la cuadrícula de la ciudad progresista (heredera del urbanismo futurista, higienista e igualitario del Ensanche de Ildefons Cerdà, impuesto en 1859 por el Gobierno liberal progresista frente al candidato conservador local) logró el desquite en 1992, hace hoy exactamente 25 años.
Gracias a los Juegos, la ciudad primogénita de Cataluña, que el nacionalismo quiso subordinar al territori se afirmó como cocapital española y una metrópoli (poco política, pero atractiva y potente: “Barcelona tiene poder”, cantaba Peret) europea y mundial. Era también el desquite de su desposesión de competencias, pero a la catalana (al menos en el estilo del pactisme histórico heredero del siglo XIII: la Constitución Recognoverunt proceres, de 1284) de forma pactada, con reglas, sin humillados, sin derrotados evidentes.
Ese milagro fue posible porque los catalanes, ayunos secularmente de verdadero poder (político) y tan solo tanteadores de gobernanza desde la Transición (era el ayer de ese anteayer) eran pocos, se necesitaban, sabían que fragmentados (y aislados de España) no podían. En honor a las cúpulas: pactaron con la realidad.
Lo inducía todavía más el calor popular del invento, los 35.000 voluntarios, la épica de la Olimpiada Popular que la Guerra Civil abortó... Cierto que hubo chirridos: la campaña Freedom for Catalonia de los hijos de Pujol y sus amigos, como el actual consejero de Interior: ¡en el momento en que Cataluña era más libre, más influyente y más señora de sí misma desde siglos!; o los pitidos a los Reyes y a la Marcha Real. Pero en conjunto, el nacionalismo también se embarcó, remero, en la Mare Nostrum.
Dos circunstancias coadyuvaron. Una, la complicidad entre Samaranch y Pujol, aunque la chavalería lo impugnase: tenían un pacto de sangre, de ayuda mutua en caso de revés de uno de ellos. Y ahora que al presidente por antonomasia del COI y copadre de los JJ OO de Barcelona se le racanea hasta el nombre en un pasaje de su ciudad, su viejo colega/rival debiera explicarlo.
Otro empujón a la unidad y la buena conducta lo produjo la implicación de la burguesía catalana —y en coalición con empresarios de toda España—, como la de los mejores profesionales, intelectuales y artistas, esos sospechosos habituales. La Asociación Empresarial Barcelona Olímpica 92, la Olimpiada Cultural y tantos otros logos pespuntean aquel esfuerzo múltiple.
Al cabo, la operación fue también un éxito económico: las deudas se digirieron en el breve plazo previsto. Las instalaciones, pensadas para su uso cotidiano, se emplean a fondo. La Villa Olímpica, los accesos a Barcelona y una cierta monumentalización dignificó los barrios populares.
¿Qué queda? Todo lo tangible. Y mucha ilusión hoy nostálgica. Una crisis económica estropeó las costuras de una sociedad. Y algunos políticos olvidan lo inolvidable. No saben o no quieren entonar la letanía Barcelona-Catalunya-Espanya. Ojalá vuelvan a la Mare Nostrum.
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