Fátima y las disonancias cognitivas
El test más eficaz para medir el grado de fanatización es la escasa capacidad para proporcionar argumentos acerca de aquello que se declara opinar
Podemos aceptar e incluso ser comprensivos con los pastorcillos portugueses que hace ahora un siglo padecieron una severa disonancia cognitiva y creyeron, en un rapto de fe, que se les estaba apareciendo la Virgen María, pero no por ello se nos ocurriría ir de peregrinación al Santuario de Fátima. Es más, precisamente cuando se es comprensivo con tales disonancias, solo se puede ser extremadamente crítico con quienes (en este caso, las autoridades eclesiásticas del momento, que a buen seguro no padecían esas mismas disonancias) se aprovecharon de ellas y las pusieron al servicio de sus propios intereses.
Creo detectar últimamente en algunos analistas oriundos de la izquierda que simpatizaron con el procés bien podríamos decir que hasta ayer mismo (no tanto porque compartieran plenamente sus objetivos como porque tendían a interpretarlo de manera sistemática como una reacción a las políticas del PP, y consideraban que todo lo que fuera atizarle a la derecha debía ser aplaudido por principio) un cierto giro en el sesgo de su discurso. Visto que la lista de contradicciones y mentiras del procesismo empezaba a ser demasiado gravosa y, en consecuencia, de casi imposible justificación (resulta materialmente imposible endosárselo todo siempre a Rajoy), parecen haber decidido sustituir esta última por la exculpación. Así, empiezan a proliferar artículos e intervenciones que proporcionan explicaciones en términos de psicología de masas a la férrea actitud, inasequible no solo al desaliento, sino también a la crítica y hasta en muchas ocasiones a la menor consideración racional, de los votantes independentistas.
Pero, aunque comprendamos que a muchos de ellos, por insondables razones psicológicas, les resulte extremadamente difícil aceptar las opiniones del adversario político, sí creo que cabe reclamarles algo infinitamente más sencillo y es que, al menos, se crean las propias. Podría decirse, en ese sentido, que acaso el test más eficaz para medir el grado de fanatización de alguien no sea tanto la intensidad emotiva con la que asume determinadas posiciones, como la escasa capacidad para proporcionar argumentos acerca de aquello que declara opinar o, dicho de otra manera, la nula resistencia a defender lo contrario que defendía hace un momento si eso es lo que se le indica y no comporta el riesgo de salir de la propia ortodoxia.
No pretendo llevar a cabo una sumaria valoración de todo un sector de votantes. Me interesa más bien llamar la atención sobre la forma concreta en que dicho sector ha gestionado en los últimos meses determinadas afirmaciones. Me limitaré en lo que sigue a dos. En primer lugar, la de que la candidata de Ciudadanos, Inés Arrimadas, lo era en realidad de José María Aznar (afirmación también, dicho sea de paso, muy del gusto de Podemos). A quienes tanto han defendido dicha tesis les tocaría ahora extraer la consecuencia correspondiente: el primer partido de Cataluña en votos y escaños es el que está en la misma longitud de onda que el expresidente del gobierno español, a su vez a la derecha del actual, Mariano Rajoy. Pero, parece razonable pensar, ¿no habían repetido hasta la extenuación los portavoces del oficialismo catalán que el PP era una máquina de generar independentistas? ¿No habría que decir entonces, aplicando la misma lógica discursiva, que el independentismo es una máquina de generar partidarios de Aznar? ¿Los independentistas no habían caído en la cuenta de ello o era exactamente lo que perseguían?
Y qué decir, en segundo lugar, del tópico según el cual el procés no podía ser entendido a la vieja manera, como una movilización dirigida por una élite o minoría, sino que surgía de abajo arriba, absolutamente al margen de cúpulas de ningún tipo. Sin embargo, la súbita paralización de todo género de movilizaciones a partir de un determinado momento (precisamente cuando ciertas cúpulas fueron detenidas) parece certificar, bien a las claras, que en realidad tales movilizaciones siempre funcionaron como aquel que dice a toque de silbato. ¿O es que alguien se va a creer que unas multitudes que, según el relato oficial, se lanzaron, valerosas, a las calles el 1 de octubre pasado para votar en el referéndum hasta sumar más de dos millones de personas, desafiando la represión de la policía española, ahora se han vuelto miedosas de un día para otro y no se atreven a manifestarse? En fin, ¿hay alguien ahí para responder?
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía contemporánea en la UB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.