Rusiñol: fuera las manos ideológicas de la cultura
Raül Garrigasait ‘desfolcloriza’ la figura del artista en el ensayo ‘El fugitiu que no se’n va’
Los organizadores del galardón literario piden que se exija a los participantes que conozcan las Bases de Manresa y se sepan Els Segadors. Además, se trata de repartir premios a porrillo y decir que, de entrada, todos los originales presentados son buenos porque, si no, peligraría la adhesión al ritual ideológico… Ese era el divertido nudo de la obra teatral Els Jocs Florals de Canprosa, comedia en un acto que Santiago Rusiñol estrenó el 29 de abril de 1902 en el Romea. Pero se armó la marimorena: el catalanismo político pujante vio cómo se ridiculizaban sus símbolos y tomó la obra y al autor como chivo expiatorio de que apenas cinco días antes los Jocs Florals de Barcelona fueran suspendidos por orden militar tras silbarse el himno español y de que, un mes antes, Enric Prat de la Riba pasara una semana en prisión por una información sobre separatistas en el Rosellón publicada en La Veu de Catalunya que dirigía. Y, encima, las representaciones de Rusiñol eran protegidas por la policía…
“Rusiñol hizo parodia de todas las ideologías de su tiempo: cierto republicanismo populista queda mal parado en La merienda fraternal, mientras que en Llibertat! se exponen los claroscuros de los progresos de la modernización, que no son garantía de libertad o igualdad; y en L’Hèroe reciben un varapalo el Estado y el colonialismo a raíz de la guerra de Cuba y Filipinas…. En ese contexto, no pudo reprimirse criticar un catalanismo donde militaba su hermano Albert, prohombre de la Lliga Regionalista”, enmarca el helenista y escritor Raül Garrigasait, que desfolkloriza la legendaria figura del autor de L’auca del senyor Esteve en el breve ensayo El fugitiu que no se’n va (Edicions de 1984).
No se le escapa al padre de la celebrada Els estranys (premios Llibreter y Òmnium a la mejor novela del año 2017) los símiles con la realidad actual, donde la cultura parece acotada a los compañeros de causa. “Que la politización también ha llegado a la cultura es un hecho, y esta obra puede funcionar como espejo donde mirarse la actualidad; un estimulante ejercicio releerla hoy”, asegura. Porque esa comedia, precisamente, es con la que, con dirección y adaptación de Jordi Prat i Coll, estrena este jueves su temporada el Teatre Nacional de Catalunya, donde permanecerá un mes. Y esa pieza, con otras cinco, tanto o más polémicas, conforman el oportuno volumen Teatre polèmic, que también lanza ahora L’Avenç.
La polémica por Els Jocs Florals de Canprosa no deja de ser la punta del iceberg de los rifirrafes intelectuales que Rusiñol, “el primer artista moderno, el que introdujo la modernidad artística en Cataluña”, mantenía entonces con el Noucentisme, que no tuvo reparos en bajar del pedestal al creador como gran referente de la modernidad y “tratarle casi como a una momia: ellos tenían 20 años y él ya pasaba de los 40”, recuerda Garrigasait, que hace un símil tácito con el cambio generacional que ahora también se discute en la cultura catalana. “En cualquier caso, el Noucentisme le tenía que incomodar a la fuerza, eran gente de orden y artistas disciplinados a los que no les importaba estar al servicio de un partido o una opción política para conseguir sus fines estéticos; Rusiñol eso no quiso hacerlo nunca”, fija el ensayista.
Todo eso sin contar las diferencias propiamente culturales (Rusiñol era el anónimo Xarau de L’Esquetlla de la Torratxa, el paródico anti-Xènius orsiano de La Veu de Catalunya) que llegaron hasta el modelo lingüístico: “El suyo siempre fue un lenguaje muy oral, abierto a interferencias y castellanismos, no era tan disciplinado en esa idea Noucentista de una lengua reconstruida desde la tradición, casi medieval, como si no hubieran existido los siglos de oscuridad”. Tampoco eran muy amantes del teatro, género mayor en Rusiñol y que él contrapuso, junto a determinada novelística, para defender una literatura cercana, un “teatro popular en catalán que pudiera conquistar el Paral·lel. Por eso se consagró desde 1910 a géneros menores como el la farsa y el vodevil; y en pintura lo tradujo en sus jardines románticos, muy populares”.
El marco de todo ello fue siempre, según Garrigasait, lo que el propio Rusiñol llamaba “la Santa Lluita”: “Quería reivindicar el arte por el arte ante el mercantilismo, los sentimientos y sueños frente al frío positivismo del mundo moderno, la libertad del artista por delante de la ideología, la economía y otras formas de la modernidad”, resume el estudioso. Y de entre la miríada de hilos que cruzan el breve ensayo, sobresale la poco habitual lectura de que Rusiñol se revela como “un escritor de la dominación y la violencia”: “Eso atraviesa toda su obra literaria, desde L’alegria que passa a L’Hèroe, donde se expone incluso la violación como arma de guerra”. Desconoce Garrigasait el origen de esa obsesión, si bien “tenía un gran ojo para las relaciones sociales y sabe cómo las gasta la violencia social, la dominación mercantilista, el mundo de los marginados o ha vivido personalmente el matrimonio como prisión”, dice del artista. ¿Y lo del fugitivo que no se va? “Es lo que acabó haciendo siempre: fue artísticamente radical, pero después conecto con lo popular a través del humor barcelonés y no fue un excéntrico, aunque lo pareció: jugó a conocer la marginalidad, de la que sacó partido, pero nunca lo fue y acabó volviendo a su origen pequeño burgués, como puede ilustrar su cura de desintoxicación de la morfina hacia los 40 años y su regreso al hogar junto a su mujer y su hija”.
Emparenta Garrigasait ideas y pensamientos de Rusiñol con los de Nietzsche, Maragall, Sloterdijk o, incluso, la Virginie Despentes de Teoria King Kong: “Él colabora en L’Avenç y ahí se habla y mucho de Nietzsche; por otro lado, su La ‘Niña Gorda’ pude leerse como un contraplano de La Ben Plantada de D’Ors y sobresale el carácter de mercancía, de puro objeto, de la mujer… No es incompatible la tradición catalana con la modernidad universal, me parece también una manera de desfolklorizar a Rusiñol”.
Quizá el ensayo de Garrigasait no esté muy alejado de su novela Els estranys: “Sí, son dos fases del mismo proceso, de cómo se encara la violencia de la modernidad; Rusiñol reacciona de forma pareja a como lo hace mi personaje de Won Wielemann”. Y, ya sin matices, hay una coincidencia total entre el artista y uno de los protagonistas de su ensayo anterior, El gos cosmopolita i dos espècimens més: “Sí, mi Diógenes tampoco desaparece de la sociedad, es otro fugitivo que no se va”.
Sea como fuere, El fugitiu que se’n va es inusual en la ensayística catalana: “Es fruto de la dificultad de nuestra cultura de relacionarse con la tradición de una manera libre; la estrategia defensiva como cultura es, precisamente, fosilizarse, eso de Josep Pla como un payés con boina que dice que no sabe nada… Pero es un error: la creación sin tradición es imposible, se debe revisitar a tus autores porque es clave para la creatividad y la vitalidad de una cultura”.
Fiebre por un icono que pasó a 'patum'
Cómo el gran icono del modernismo catalán pasó a ser una "patum" vilipendiada se explica en parte por las seis controvertidas piezas teatrales que escribió entre 1901 y 1907 ahora reunidas en Teatre polèmic: Llibertat!, Els Jocs Florals de Canprosa, L'Hèroe, el Místic, El bon policia y La 'merienda' fraternal, volumen con rico prólogo de la gran experta Mita Casacuberta, pero con la discutible opción de normalizar el uso incorrecto del castellano que caracterizaba al escritor. El libro forma parte de la fiebre rusiñoliana que conformarán este año el texto de la versión del TNC sobre Els Jocs Florals de Canprosa (Arola Editors, con prólogo de la propia Casacuberta) y una recuperación, en Edicions de 1984, de Oracions (1897), primer libro de poemas en prosa editado en la península y que contaba con dibujos de Miquel Utrillo y partituras de fragmentos musicales de Enric Morera. "Una obra total, de vigencia por su juego con la quietud redescubierta y los fenómenos elementales de la naturaleza", dice Raül Garrigasait, responsable de esa revisión de la obra de un autor que, con 2.600 páginas escritas y tras Josep Maria Folch i Torres, es el segundo más vendido de ese periodo en catalán.
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