El ciclo de la vida en el barrio
Ya no queda prácticamente ninguno de los comercios que estaban cuando ellos empezaron
Los hermanos Manuel y Javier Luque dicen que no saben si en el futuro seguirán existiendo los zapateros y, de haberlos, creen que no tendrán nada que ver con los del pasado. Según ellos, estarán más ocupados en arreglar cremalleras y hacer copias de llaves que en poner tapas, esas tan necesarias cuando gastábamos las suelas de verdad tras años caminando.
Su oficio, claro, tenía más sentido cuando comprábamos calzado bueno, robusto y no necesariamente bonito que, salvo por crecimiento o hecatombe improbable, nos acompañaba lustros. Pasábamos silbando por encima de las modas a las que hasta mirábamos con desdén; en lugar de consumir sin freno, los reparábamos porque merecía la pena. Con las nuevas formas de producción, los materiales baratos, las explotaciones lejanas y los corazones que no sienten porque los ojos no ven, cuesta lo mismo un zapato que un remiendo y tenemos tantos que ni los amamos ni los necesitamos. Cuando era pequeña, contábamos con los de los domingos, las deportivas y los de diario. Hoy, explican los hermanos, “mucha gente viene a que les arreglemos algún artículo y o se les olvida o ni se molestan en recogerlos porque tienen cientos”.
Los zapateros son figuras conocidas en los vecindarios debido a que hay pocos y a que, en algún momento, los hemos visitado. Sabemos quiénes son ellos y hasta sus padres (el suyo se llama Emilio, le recuerdo perfectamente). Tienen ADN gremial, de modo que su aprendizaje comienza en su infancia o en su juventud y es una suerte de legado que se adquiere observando y haciendo, al lado del maestro.
En los locales, huele a betún, cuero, plástico y pegamento. Tras las montañas de plantillas, hormas, máquinas varias y tejidos de mil colores, trabajan los profesionales mientras conversan con clientas y clientes a quienes conocen por sus nombres. “Eso es lo bonito y lo que explica que continúen viniendo los más antiguos y se sumen las generaciones más recientes, aunque ya no residan en Alcorcón. Hay una mujer que vive en Australia y que cuando viene en Navidad a ver su familia, nos trae su calzado”, comenta. “Pero también hemos tenido que dar muchos pésames y eso es doloroso porque son personas a las que hemos visto siempre”.
Producto de esa interacción añeja es un escaparate de lo más inusual plagado de recuerdos. Hay abuelas que les regalan los zapatos de sus nietos cuando se les quedan pequeños y también viajeros que se acuerdan de ellos y les llevan calzado típico del lugar que visitan. Son tan sólidos los lazos con el vecindario que en las baldas ya no cabe ni uno más. La zapatería Emilio sobrevive acompañada y en estricta soledad. Ya no queda, prácticamente, ninguno de los comercios que estaban cuando ellos empezaron; sin embargo, otros llegaron y ocuparon sus espacios. Nada más y nada menos que el ciclo de la vida en el barrio.
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