En globo sobre los leones
Aventurero bautismo de aire en África con un aeróstata de Igualada y Julio Verne como padrinos
¡Cuidado!, ¡león a las doce en punto!, ¡ojo, que le aterrizamos encima, ay, ay, ay!”. Si una semana antes me hubieran dicho que iba a estar encaramado en un globo sobre la inmensa sabana africana viendo como la tierra se acercaba cada vez más debajo de la cesta y advirtiendo a gritos al piloto de que íbamos directos hacia una fiera, no lo hubiera creído. Toda la vida he pensado que los globos y yo no estábamos hechos los unos para el otro. La sola idea de subir ahí a merced de los vientos y al albur del aire me ponía los pelos de punta. He pasado mucho tiempo evitando los globos y mira que tengo contactos en ese mundo porque soy amigo, y me precio, de Jaume Llansana, arrojado aeróstata natural de Igualada. Jaume es socio fundador de Ultramàgic, empresa de la localidad que fabrica globos y los suministra a todo el mundo. De hecho si usted ha volado en Capadocia, por ejemplo, tiene muchas posibilidades de haberlo hecho en un globo de origen catalán pues el 60 % son de ellos. También vuelan en Tanzania, al lado de Kenia, y en otros sitios. Jaume ha conseguido muchas cosas asombrosas, como sobrevolar media África imitando Cinco semanas en globo de Julio Verne (él empleó 11 meses), brindar en la cesta por un explorador sueco justo encima del polo Norte o aterrizar de emergencia en la plaza de Lesseps. Pero no había logrado, hasta ahora, que yo me subiera en uno de esos trastos de tan frágil apariencia y precaria gobernación.
La verdad es que no tuve más remedio. Formaba parte de un grupo de selectos periodistas en misión en la reserva keniata de Masai Mara, al norte del Serengueti (tres hurras por esta profesión) y el programa exigía una salida en globo. La noche antes no pude dormir, más aún porque rondaba mi cabaña un hirsuto facóquero de grandes colmillos y una nube de hormigas voladoras gigantes se había colado por un agujero de mi mosquitera. Todavía estaba el mundo en amenazadoras tinieblas cuando partimos en todoterrenos hacia el campamento de los globos. Reinaba una aprensión general –en mi caso puro miedo- que todos hacíamos pasar por somnolencia y que daba a la comitiva un aire de fusilamientos al alba. No ayudó el que nos hicieran firmar un papel de asunción de los riesgos: “Acepto que mi participación en el vuelo contiene riesgos inherentes de enfermedad, muerte o pérdida o daño de propiedades personales, que pueden producirse por diferentes causas incluyendo sin limitación terreno, árboles, flora, fauna, animales salvajes, fuerzas de la naturaleza o actos de Dios”. Les juro que pone eso, guardo mi copia. Jope, parecía que más que a volar en globo íbamos a cazar a Moby Dick.
Pero eso no era todo. “Asimismo reconozco y acepto que dichos riesgos pueden presentarse en cualquier momento del vuelo y que mientras que la empresa es capaz de procurar solo limitados medios médicos entiendo que esos medios pueden no ser de los estándares más altos” (bueno, más altos, en globo, sí). “Confirmo que hablo y entiendo el inglés suficiente” -esto obviamente yo no lo cumplía, pues a esas alturas (¡) me veía apenas capaz de balbucear en mi lengua- “para entender las instrucciones del piloto y especialmente las referentes a la Posición de Aterrizaje” (véase más adelante). Cuando llegamos al Little Governor’s Camp, la base, los pilotos, vestidos con cazadoras de cuero y fedoras a lo Indiana Jones, no tenían muy claro si podríamos despegar, dadas las condiciones atmosféricas, y, lo confieso, yo recé en silencio para que empeorasen. La espera se me hizo más larga que la víspera de la batalla de Filipos y eso que no había fantasmas. Finalmente se decidió que volábamos, glups.
Los operarios destaparon tres grandes estructuras cubiertas con plásticos en el suelo que resultaron ser las cestas y comenzaron a hinchar los globos, que es una maniobra impresionante y más en la penumbra en África y todavía más si sufres de vértigo compulsivo. Las llamaradas para inflar las grandes esferas daban a aquello un aire dantesco. Pasamos un control de seguridad, con cacheos. Tras preguntar por el piloto catalán que vuela en el Masai Mara, Carles Comellas, amigo de Jaume y que resultó que trabaja para otra compañía, me apunté al grupo del aeronauta que me pareció más veterano. Era el jefe, Mike Carnevale, de Alaska, con 6.900 horas de vuelo. Es verdad que tiene un sentido del humor un tanto especial, aparte del acento, que es como de cazador de pumas y cuesta entenderle lo de la Posición de Aterrizaje, que es, colegí, que cuando llegas a tierra has de esperar un cierto batacazo y ponerte como en posición fetal y que sea lo que Dios quiera.
Cuando el globo se irguió subí a la cesta atropelladamente aprovechando unos agujeros como escalones. Ya estaba dentro. No había vuelta atrás. Los ayudantes de tierra soltaron las cuerdas, Mike abrió su quemador y el globo se fue hacia arriba. Ahí estábamos, en el aire. En un segundo, oigan, pasé del terror a la más pura felicidad. Fue como un milagro. Nos movíamos con una suavidad casi sensual que provocaba un sentimiento de infinita alegría. Observé que todos alrededor sonreían: Rachel, Cecile, Rose, James, Ruby, Claire... Yo notaba un gozo, una ligereza en el alma digna de un poema de Shelley. El paisaje se desplegaba bajo nosotros como si lo recorriéramos con una steadicam. Desde el follaje abajo me miraban unos babuinos asombrados, luego levantó la cabeza un búfalo. En un momento estábamos sobre el río Mara (donde hace unos años observé el frenético y desesperado cruzar de los ñus durante la Gran Migración). Unos hipopótamos se alejaron chapoteando cuando casi les rozamos la nunca con la cesta. En el margen vi un gran cocodrilo que abrió los ojos y pareció relamerse. Pero ni siquiera eso, ni el que aparentemente voláramos demasiado bajos para sobrepasar los altos márgenes arbolados del río, me inquietó. El piloto abrió la espita, surgió una llamarada con un suave bufido (“el gas es su sangre, es su vida”) y el aeróstato ascendió plácidamente. Recordé al conquistador Robur: “El aire es un punto de apoyo sólido”. Seguimos volando ya sobre la gran sabana que se extendía hasta el lejano horizonte. Grupos de cebras, antílopes, gacelas y elefantes se movían allá abajo. Era como nadar en un sueño. “C’était en verité une promenade charmante (...) Quelle extase!, un rêve dans un hamac!”.
Curiosamente, por primera vez en mi vida me preocupaba más estar en tierra que en el aire. Nos preparamos para el aterrizaje y la eventualidad de que la cesta volcara y rodásemos como croquetas hacia los felinos.
Le pregunté a Carnevale, nuestro Samuel Fergusson, que se había quedado en mangas de camisa y lucía galones de capitán, por Julio Verne. “Lo leí mucho de joven, mi novela favorita era 20.000 leguas de viaje submarino”. Arqueé una ceja, allá arriba. ¿No las historias con globo? Mira que las hay, en Verne, donde es un medio de locomoción emblemático: Cinco semanas en globo (“Si j’ai trop chaud, je monte; si j’ai froid, je descends; une montagne, je la dépasse; un précipice, je le franchis; un fleuve, je le traverse; un orage, je le domine”) , La isla misteriosa, Hector Servadac, La caza del meteorito, Un drama en el aire... En cambio, aunque la imagen de David Niven y Cantinflas en la cesta sea la emblemática de la más famosa versión cinematográfica, en la novela La vuelta al mundo en ochenta días Phileas Fogg y Picaporte nunca suben a un globo. ¿Sabía de globos Verne?, le pregunté al piloto flotando en el éter. “Sí, pero los suyos eran de otros tiempos, la técnica ha cambiado mucho”. ¡Mire allí, un león! “Ajá, lo veo, buena vista hijo, y allá hay una leona con sus cachorros”. Las fieras nos miraban con aspecto de pensar qué clase de pájaro es ese, o quizá “caramba por ahí viene el almuerzo”. El caso es que empezamos a descender justo encima de los leones. Curiosamente, por primera vez en mi vida me preocupaba más estar en tierra que en el aire. Nos preparamos para el aterrizaje y la eventualidad de que la cesta volcara y rodásemos como croquetas hacia los felinos. “Nunca hemos aterrizado sobre un animal, hasta ahora”, se permitió bromear el comandante. “Y en prácticamente todo, la sabana es mejor que Alaska”.
El aterrizaje fue tan suave que no me di ni cuenta. Los asistentes nos rodearon rápidamente con un par de todoterrenos para protegernos de los leones, y agarraron las cuerdas de sujeción. Observé que el globo no llevaba ancla. Al cabo de un rato estábamos en un picnic digno de Memorias de África, con mesas, un generoso lunch y champán, y que viva el globo. Brindamos por nuestro bautizo de aire y yo me sentía capaz ya de cualquier empresa. “Ya te lo había dicho”, me explicó luego telefónicamente Jaume, que ha volado varias veces en la zona y siempre sera mi padrino aerostático. “No conozco a nadie que lo haya pasado mal volando en globo. Y la sabana africana es un sitio fantástico para volar, hay mucho menos riesgo que en zonas habitadas donde te puedes topar con un edificio o un tendido de alta tensión. Leones aparte, claro”
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