No es una postal, es una ciudad
Uno se halla ante la inmensidad de cualquier gran monumento y siente la necesidad de sacar el móvil para retratarlo
Ya nadie manda postales. Al menos ya nadie las manda en el sentido canónico del acto y utilizando estos objetos con la finalidad para la que fueron creados.
Cuatro nostálgicos las coleccionan y un puñado se venden a gente que las adquiere con la ironía que se le aplica hoy, cuando todos dicen viajar mucho pero ninguno se considera un turista, a aquello que entendemos como una obviedad. Como de postal, para entendernos.
La última que compró servidor fue una del Santiago Bernabéu, y se la regaló a su santa madre, socia del Barça desde hace 30 años, un día que vino de visita. Para esto hemos quedado, parecía decir el cartón impreso ya convertido en posavasos en una terraza frente al Museo Reina Sofía.
Ahí, en los museos, aún se venden estas estampitas. Tal vez solo para ser enjauladas en un marco del Tiger y colgadas de las paredes como trofeos en honor a sus propietarios, personas viajadas que desean celebrar no tanto su pasión por el Guernica sino sugerir que han estado en Madrid. “¡Qué bella imagen! Le falta algo de color para mí gusto, pero es bonita. ¿Dónde la compraste?” “En Madrid. ¡Qué museos!”. La postal de obra de museo ha sustituido a la postal de monumento.
Pero los monumentos siguen estando allí. Los hay viejos, como al Basílica de San Francisco El Grande. Maduros, como El Edificio Metrópolis. Eternamente jóvenes como el cartel del Schweppes de la Gran Vía o el Carrillón del Edificio Plus Ultra. Preadolescentes, como el Puente de Arganzuela. De hecho, la única forma posible de retratarlos hoy es hacer que no lo parezcan. En fin, que no recuerden a ninguna postal.
Uno se halla ante la inmensidad de cualquier gran monumento y siente la necesidad de sacar el móvil para retratarlo, a pesar de que lo han hecho ya millones de personas y miles de profesionales (en el universo de la fotografía, en este siglo XXI, todos piensan que tienen algo que aportar). Entonces, le atenaza el miedo de sacar una foto que parezca una postal. Empieza a darle vueltas al encuadre. Se sube a algo, se arrodilla, se echa sobre el pavimento, aprovecha que el semáforo se ha puesto en rojo para tratar de sacar la foto desde el medio de la calzada y casi le atropella un autobús, pide a un camarero que pasa por allí si puede mover la bandeja para que el edificio se refleje en ella.
Le mandan a la mierda, echando de menos cuando los turistas eran solo gente a la que se le podía cobrar el doble. Ve las fotos que, finalmente, ha sacado con su cámara de millones de píxeles. El emblemático montón de piedras apenas se ve en ninguna de ellas.
Perfecto. Sube una a Instagram. Pone la ubicación, unos cuantos filtros con nombres que parecen canciones de Beyoncé y una frase ingeniosa. Compartir. Al cabo de un rato, decide ver qué otras publicaciones hay en Instagram con esta misma ubicación.
Existe decenas con su mismo original encuadre. Derrotado, decide acercarse a la tienda de souvenirs más cercana y comprar una postal.
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