Un sueño fingido
¿No es acaso un triunfador el que se queda en su pueblo, feliz y sin dudas, donde trabaja a cambio de un sueldo más que respetable y puede tener una propiedad con veintipocos?
Es algo que todos hemos escuchado desde el instituto, al menos los que vivíamos próximos a Madrid: la importancia de estudiar y trabajar en la capital. Nos lo vendieron -y así lo compramos- como un paso imprescindible en el crecimiento profesional de cada uno. Igual que los discursos a favor de las carreras científicas o empresariales en detrimento de las literarias o filosóficas, el traslado a Madrid se contempló como un movimiento esencial para buscar la prosperidad y el éxito. Últimamente me cuestiono esto último.
El otro día hablaba con unos amigos de cómo es la vida en su pueblo, un rincón del sur de España. El alquiler de un piso de tres habitaciones, dos baños y patio exterior, por ejemplo, no pasa de los 400 euros. El precio de una vivienda de características similares, 30.000. En Madrid podríamos hablar de 2.000 y de 400.000, siempre según la zona. El sueldo de sus amigos, trabajadores de industria, superaba con creces los 1.000. Aquí, con suerte y esfuerzo, podrían trabajar con un contrato de becario por 300 o 400 euros. Varios de ellos ya contaban con propiedades pagadas de su bolsillo. El menú del día, seis euros. La cerveza, uno. Y así un largo etcétera.
Es una realidad que existe mundo más allá de Madrid, aunque los discursos se empeñen en invisibilizarla. Ni todo el trabajo se concentra de manera exclusiva aquí ni el éxito se gesta únicamente dentro de la M30. Pero también es cierto, y lo digo por experiencia, que en según qué profesiones el paso por Madrid se vuelve casi imprescindible. Es difícil, por ejemplo, encontrar una oferta cultural similar en una ciudad pequeña. La vida social, a mi modo de ver, es abierta y amplia, está llena de posibilidades, nuevos rostros, variedad en la rutina. Considero también que es vital salir de la casa de los padres, conocer mundo, adquirir responsabilidades y ganar madurez para reconocer el triunfo cuando llega.
Yo no cambiaría mi vida en Madrid por nada porque mis prioridades están claras. Pero ha pasado el tiempo, me acerco a los treinta y veo en la gente de mi alrededor una vida muy diferente a la que nos prometieron cuando estudiábamos y nos decían que Madrid era la única opción. Me resulta inevitable pensar que quizá ese sueño no fuera real, que crecimos engañados. Que salimos, sí, disfrutamos, conocimos la infelicidad y adquirimos las herramientas para lidiar con la tristeza y las distancias. Pero desde el punto de vista profesional, ¿no fue un sueño fingido? Todos llegan buscando algo, pero pocos lo encuentran. ¿No es acaso un triunfador el que se queda en su pueblo, feliz y sin dudas, donde trabaja a cambio de un sueldo más que respetable y puede tener una propiedad con veintipocos? ¿No tiene derecho a réplica el que lo dejó todo y se fue de su casa pensando que aquí encontraría algo más que un sueldo irrisorio, un piso impagable, una vida social mermada? Quizá es tarde para despertar. Madrid me mata.
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