La flecha del tiempo
¿A qué se debe que las fuerzas políticas se comporten hoy -a medio siglo del golpe- como barcos contra la corriente navegando sin cesar hacia el pasado?
¿Qué explica que a 50 años del golpe de Estado la discordia entre los chilenos y chilenas parezca estar viva, y que el viento de los días en vez de disiparla la haya alimentado?
Después de 50 años han pasado muchas cosas. Entre ellas, un proceso de modernización material que cambió la vida cotidiana; una práctica democrática que ha permitido la alternancia entre la izquierda y la derecha; y un muy relevante cambio generacional en las élites políticas. Y, sin embargo, la discrepancia acerca del pasado y lo que significa parece haberse ahondado. ¿A qué se debe que las fuerzas políticas se comporten como barcos contra la corriente navegando sin cesar hacia el pasado?
La respuesta se encuentra en el futuro. El futuro es el que cambia el pasado o lo modifica y por lo mismo si en la cultura política no hay un horizonte compartido, este último se mantiene incólume.
Y ese es el problema en Chile. Como lo muestra el debate constitucional, hasta ahora amenazado de fracaso, el aspecto más básico del futuro que son las reglas de la convivencia no logran concitar acuerdo. Y en esas condiciones, cuando nada se vislumbra por delante, la vista se vuelve atrás.
No es que el pasado divida a los chilenos y que como consecuencia de ello no logren ponerse de acuerdo en un texto constitucional. La verdad es la inversa. No logran construir una memoria en común porque no logran alcanzar un acuerdo acerca del futuro.
El tiempo histórico -la frase es obviamente un pleonasmo- es un tiempo distendido que reúne en un punto, este de ahora, lo ya sido y aquello que se espera ocurra. El pasado es el tiempo distendido hacia atrás, y el futuro ese mismo tiempo distendido hacia adelante. Si este último cambia, entonces se altera el pasado. Por supuesto ello no quiere decir que los hechos antes ocurridos desaparezcan o sean distintos; pero sí que se modifica su significado. Es como si usted observara una flecha lanzada al vacío que, de pronto, cambiara de blanco y modificara su trayectoria. Entonces el acto de dispararla adquiriría retrospectivamente un nuevo sentido. Es lo que dice Borges cuando observa que “cada escritor crea a sus precursores”. La aparición de un genio literario nos hace leer la literatura anterior de una manera distinta como hasta entonces lo hacíamos. Lo mismo ocurre en política y en la historia. Un cambio del futuro modifica el sentido de lo que ocurrió. Por eso San Agustín en las Confesiones observa, con sorpresa, que es capaz de recordar sin ninguna tristeza que alguna vez vivió momentos tristes y de recordar sin temor alguno cuando fue invadido por el miedo. Lanzado al futuro el miedo va quedando atrás; pero no porque lo apague o lo sustituya el entusiasmo, sino porque él adquiere un nuevo significado a la luz del proyecto vital.
En otras palabras, el futuro modifica el pasado.
No es que los hechos que ocurren con posterioridad cambien la facticidad de lo que ocurrió; pero sí son capaces de cambiar su sentido o significado. Por eso puede afirmarse que la política -con mayúscula- es una gestión del tiempo. En el 18 Brumario de Luis Bonaparte Marx sugiere que cuando la política es impotente acaba siempre vistiendo el ropaje de los antiguos, repitiendo sus discursos, sus motivos y sus frases. “Conjuran temerosos en su auxilio -escribe Marx- los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia”. Y eso es más o menos, de lado y lado, lo que está ocurriendo en Chile a medio siglo del golpe. Cada uno reiterando viejos ademanes y recuperando frases ya dichas.
Y ello -vale la pena repetirlo- es el resultado de la imposibilidad de pensar el futuro de lo que el síntoma más obvio es el fracaso del primer proceso constitucional y los múltiples tropiezos del que está ahora en curso.
Ese es el vínculo, hasta ahora infructuoso, que media entre el debate constitucional empedrado de dificultades y discordias, por una parte, y la memoria de los hechos acaecidos hace cincuenta años, por la otra.
Y por eso paradójicamente el problema de Chile no es el pasado, sino el futuro; no la conmemoración de los 50 años del golpe, sino la cuestión constitucional que hasta ahora muestra, de manera flagrante, que los chilenos y chilenas son incapaces de pensar con fluidez un futuro compartido.
Y por eso el pasado está allí incólume, como una flecha cuya trayectoria no se pudiera modificar.
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