El encapsulamiento de la política chilena
Mientras no mejoren los índices de confianza interpersonal entre los chilenos, que es la base para que esos mismos chilenos confíen en sus instituciones y la política, seguiremos asistiendo a batallas políticas que de sociales no tienen nada
El martes 19 de marzo recién pasado, se selló la pérdida del control del Senado por parte de los partidos afines al Gobierno. Tras una votación en la que la derecha, junto a un par de senadores de un partido aún grupuscular (Demócratas), conquistó la presidencia de la Cámara Alta, las pasiones no tardaron en aflorar. Al momento de fundamentar su voto a favor o en contra del senador de derecha José García Ruminot, los chilenos asistieron atónitos a un episodio de desgarro colectivo por un acuerdo incumplido, en donde nadie se mostró satisfecho con la elección de último minuto del nuevo presidente del Senado. Mientras el presidente saliente Juan Antonio Coloma (UDI) expresaba, desde las palabras hasta su postura física, frustración por no haber podido alcanzar las condiciones para cumplir con el acuerdo administrativo que había sido suscrito por todos los partidos un año antes, la presidenta del Partido Socialista, Paulina Vodanovic, denunciaba un “portonazo político” (una expresión extraída del universo de la delincuencia para nombrar una forma de asalto por sorpresa con el fin de robar un automóvil en el momento en que su propietario ingresa su vehículo al estacionamiento de su domicilio). La expresión de la senadora Vodanovic es feroz y sumamente creativa, reflejando a través de ella el pesar y la rabia de los senadores oficialistas.
¿Qué sucedió en el momento de la votación? La explicación es muy engorrosa, y constituye una excelente explicación de los males que afectan a la política chilena. Un año antes, un acuerdo había sido suscrito por todos los partidos con representación en el Senado para que el senador que sucediera a su par gremialista, Juan Antonio Coloma, fuese del partido de centroizquierda Partido por la Democracia (PPD), el que tenía que dirimir entre sus senadores el nombre del nuevo presidente del Senado. Fue tal la lentitud del PPD, y su ineptitud para elegir al senador de sus filas para presidir el Senado, que abrió el espacio necesario para que la derecha triunfara por asalto. Pero esta no es toda la explicación: desde hacía meses que dos exsenadores de la Democracia Cristiana (Ximena Rincón y Matías Walker) daban señales de acercamiento con la derecha. Así las cosas, se encontraban todas las condiciones reunidas para que el empate perfecto (25/25) con el que el actual Senado se formó en marzo de 2022 arrojara una nueva mayoría, hostil al oficialismo. Tras abandonar el partido de la flecha roja bajo el cual Rincón y Walker fueron electos, la ruta hacia una nueva mayoría en el Senado estaba trazada, la que se materializó con la sorpresiva elección de García Ruminot (27 contra 23 votos).
Todo indica que se producirá una situación parecida en la Cámara de Diputados.
Nadie duda que esta alteración de un acuerdo administrativo y la conformación de una nueva mayoría en el Senado, y posiblemente en la Cámara Baja, traerán consecuencias políticas, condicionando definitivamente la agenda de reformas del Gobierno, en un año de medición de fuerzas políticas en cuatro elecciones locales simultáneas.
Sin embargo, por muy relevante que sea lo ocurrido, lo esencial radica en otra parte. El desgarro y las críticas entre los senadores, en su calidad de profesionales de la política, muestran hasta qué punto la actividad política puede encapsularse en sus propias luchas, a partir de reglas y arreglos en los que se encuentran en juego los intereses de todas las fuerzas políticas ante la mirada atónita del chileno común y corriente. ¿Cómo no tomar en serio la desconexión de la política profesional con los intereses y problemas prácticos de un pueblo perplejo?
¿Cómo restaurar el vínculo entre representantes y representados?
Esta es la gran pregunta de nuestro tiempo, y no tenemos muchas respuestas. Lo primero que hay que hacer es desterrar la hipótesis, inverosímil, de un eventual reencantamiento de los chilenos con la política: en ninguna parte del orbe se ha producido este reencantamiento (el que, por lo demás, ha sido muy idealizado por quienes han estudiado y practicado la política hace medio siglo atrás). El encapsulamiento de la política se explica por razones de estructura, más que de coyuntura del campo: la autonomización del espacio de competencia política ha llegado tan lejos, y la permanencia en el campo ha sido tan prolongada a continuación de procesos de profesionalización de la política, que la desconexión con los intereses del pueblo es, a estas alturas, completa. Si a esto agregamos el rol de ampliación de la desconfianza que cumplen, periódicamente, los escándalos que sacuden a la política establecida, Chile no está lejos de transitar desde la distancia a la indiferencia política, en donde el paso siguiente es la hostilidad explícita y práctica hacia quienes hicieron de la política un oficio.
Pese a todo, la política chilena ha introducido reformas sobre sí misma, por ejemplo limitando la cantidad de mandatos a los que pueden aspirar los senadores, diputados y alcaldes: este año, 69 alcaldes no pueden ir a la relección, el próximo año, una decena de senadores se retiran del cargo y lo mismo sucederá en la Cámara de Diputados, provocando una circulación de las élites mediante promociones y el ingreso de nuevos actores en el campo. Si bien esta es una buena reforma, no tiene ninguna posibilidad de producir confianza entre un pueblo hastiado y nuevos actores que rápidamente se mimetizan con quienes permanecen en el campo político, repitiendo las mismas prácticas de siempre.
Este es uno de los grandes males de la democracia representativa, tanto en Chile como en muchas otras partes en occidente. Mientras no mejoren los índices de confianza interpersonal entre los chilenos, que es la base para que esos mismos chilenos confíen en sus instituciones y la política, seguiremos asistiendo a batallas políticas que de sociales no tienen nada. Esto quiere entonces decir que la política, a través de intervenciones nacionales y locales, debe transformar en objetivo prioritario la creación de capital social: las reformas de la política misma por parte de quienes la practican son una condición necesaria, pero no suficiente para generar vínculos de confianza. Hasta ahora, la generación de capital social por políticas públicas puede producir efectos a escala local, pero se han mostrado inútiles para impactar en un nivel nacional.
Tal vez el inicio de la solución al problema del encapsulamiento de la política pase por tomar conciencia de la vulgaridad de los desgarros, acusaciones, réplicas y celebraciones que protagonizan a diario los actores de la política, que nada de lo que a ellos les importa tiene un correlato entre quienes están presenciando un pésimo espectáculo.
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