¿Quo vadis, empresariado nacional?
Sería conveniente que el empresariado chileno se sumara a una conversación tan necesaria como esquiva: ¿hacia dónde vamos?, ¿hacia dónde queremos ir?
¿Cuándo se jodió Chile? es la pregunta que repite buena parte del empresariado nacional para referirse al problema, que a estas alturas puede considerarse crónico, del estancamiento económico. El jaguar de los años 90, que crecía a un ritmo cercano al 8% promedio anual, desde hace aproximadamente una década lo hace a un lento y decepcionante 2%. Los empresarios –y aclaro desde ya que me refiero específicamente a sus representantes gremiales- señalan a los responsables: el sistema político, la permisología, la incertidumbre ante reformas, la falta de certeza jurídica, la reforma tributaria de Michelle Bachelet, el sesgo antiempresarial de Gabriel Boric. Pero, como siempre, las cosas son más complejas.
Sin buscar con esto un consuelo, es preciso señalar que el estancamiento es un fenómeno que no se circunscribe a nuestras fronteras. El mundo, en promedio, está creciendo menos y, de acuerdo a las estimaciones de organismos internacionales como el Banco Mundial y el FMI, la situación se mantendrá así al menos hasta el 2030. Se habla incluso de “una nueva década perdida”. Lo cierto es que desde la crisis de 2008 el régimen de crecimiento muestra signos de agotamiento que no son pasajeros. El neoliberalismo, que gozó de buena salud casi 30 años, parece entrar en crisis y sus dogmas son transgredidos por las principales economías del mundo con independencia del color político de sus líderes. En Estados Unidos, Trump y Biden han impuesto medidas proteccionistas y desarrollado políticas industriales en áreas estratégicas como las energías renovables. En plena pandemia, asistimos a la nacionalización de empresas energéticas en Alemania, mientras en Francia el derechista Macron afirmaba la importancia de la salud pública y Japón, al igual que otros países, rompía la regla fiscal para ir en auxilio de sus ciudadanos endeudándose a niveles superiores al 200% del PIB. Asimismo, el FMI ha recomendado aumentar la carga impositiva a las grandes riquezas para aumentar la recaudación tributaria y desarrollar políticas que mitiguen los elevados niveles de desigualdad que se observan en el planeta.
Pero si en los países centrales del sistema mundial el consenso neoliberal se fractura, en Chile las vocerías más relevantes del empresariado hacen una cerrada defensa de la desregulación económica. Algunas muestras: durante la discusión del royalty minero, que duró varios años, hubo advertencias de que sería un desincentivo para la inversión (cuestión que ha sido desmentida en la práctica); frente al anuncio de la participación del Estado en la industria del litio, las acusaciones de intervención estatal en la economía se levantaron inmediatamente (contrastando con el interés de capitales extranjeros); ante la solicitud de la Conadecus de regular la concentración de los grandes grupos económicos argumentando que es una traba para el desarrollo, los aludidos reaccionaron airadamente acusando un atentado contra la libre empresa.
Esta breve revisión de ejemplos, que podría extenderse mucho más, permite sostener que los planteamientos públicos de los líderes del empresariado chileno no parecen ir más allá de las recetas neoliberales más ortodoxas. En comparación con el estado de la discusión y la acción en el resto del mundo, sorprende que los representantes empresariales criollos no parezcan mayormente interesados en conversar acerca de la matriz productiva y el modelo de desarrollo, porque podremos convenir al menos en que para que Chile enfrente los desafíos sociales que arrastra, una agenda pro-crecimiento, ciertamente indispensable, no será suficiente si no abrimos preguntas más de fondo.
¿Qué orientaciones sirven a un proyecto de desarrollo que, junto con retomar la posibilidad del crecimiento, provoque una diversificación de nuestra economía que le brinde sostenibilidad futura? ¿Cómo potenciar un aumento de la productividad que genere trabajos mejor remunerados y más satisfactorios? ¿Aporta para estos objetivos, suponiendo que los compartimos, un modelo de crecimiento que promueve la concentración, que extrae materias primas sin agregar valor o desarrollar tecnologías? ¿Es adecuado un modelo de desarrollo que crea un mercado laboral en el que la mayor cantidad de empleos se encuentra en áreas de baja productividad?
En pocos días más se llevará a cabo la ENADE 2024, principal cita del empresariado chileno. Bajo el lema Contra Immovilis –desde 1989 tienen la costumbre de convocar en latín– se darán cita gerentes, directores y líderes políticos. Los temas centrales serán la seguridad y el crecimiento. En el texto que invita a la jornada, en un tono entusiasta y a contrapelo del sopor que diagnostican en la sociedad y en la economía, los organizadores hacen un llamado enérgico a salir del marasmo: “Ha llegado el momento de rebelarse contra esta sensación de estancamiento”. “ICARE quiere invitar al país en ENADE 2024 a no resignarse, a no normalizar la idea de que Chile se transforme en un país mediocre, donde los problemas se eternizan”. “Tomemos la fuerza y tenacidad de la rebeldía para volver a poner en marcha a Chile”. Son llamados que no deben dejarse pasar, aunque sería bueno además, aprovechando la costumbre, hacerle al empresariado que se reunirá en Enade una honesta pregunta en latín: ¿Quo vadis? (¿Hacia dónde van? ¿Hacia dónde proponen que vayamos como país?).
¿Quo Vadis? es también el título de un viejo éxito de taquilla. Inspirada en la novela del escritor polaco Henryk Sienkiewicz, la película de 1951 está ambientada en los inicios de la decadencia del Imperio Romano y cuenta la historia de amor entre un soldado pagano y una joven recién convertida al cristianismo, religión por entonces duramente perseguida. Guardando las distancias que nos separan de la Roma de Nerón, situados en la incerteza que genera lo que parece ser el agotamiento del orden neoliberal y sin que otras normas se hayan estabilizado, sería conveniente que el empresariado chileno se sumara a una conversación tan necesaria como esquiva: ¿hacia dónde vamos?, ¿hacia dónde queremos ir? ¿cómo podemos, no sólo volver a crecer, sino trazar un camino de desarrollo nacional que nos permita, en medio de las incertidumbres propias de un periodo de crisis navegar con un destino deseable como horizonte?
Un destino deseable podría ser un país en el que el desarrollo produzca bienestar y prosperidad, seguridad y protección, tiempo libre y trabajos satisfactorios, cuidados y recreación para muchos, para todos. Probablemente, si decidimos ir hacia allá, romperemos la inmovilidad y saldremos del pantano económico y anímico en el que estamos atrapados hace más de una década.
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