El bosón de Higgs: la puñetera partícula
La muerte de Peter Higgs obliga a recordar la importancia de su intuición y las dificultades para confirmarla
Ha muerto, a los 94 años, el científico posiblemente más enfadado con la popularidad de su descubrimiento: el llamado bosón de Higgs, de sobrenombre la partícula de Dios. Se trata del británico Peter Ware Higgs, ateo no fundamentalista, como él mismo se definía. La partícula elemental que postuló, junto con otros físicos teóricos, casi medio siglo antes de que se descubriera acabó denominándose con su nombre. Higgs consiguió a trancas y barrancas que su supuesto delirio se publicara y pronto originó controversia. De hecho, a esa fantasmal partícula se le llamó (la autoría está en entredicho, pero podría ser debida a otro gran físico, Leon Max Lederman) the goddamn particle. Es decir, la puñetera partícula, o aún mejor, la endemoniada partícula, nada más lejos del piadoso nombre que acabó cuajando, subiéndola a los altares que tan alejados estaban de su autor: the God particle o partícula de Dios.
Y ya que estamos con Dios, digamos que una de las intuiciones más fascinantes de los autores de la Biblia está recogida en el tercer versículo del Génesis. Dios dijo: “Haya luz”, y hubo luz. Los dos versículos anteriores y los siguientes mejor los dejamos porque rayan en el delirio, pero, efectivamente, hoy sabemos, siendo un poco generosos, que el inicio de este universo fue una generación espontánea de radiación, luz si se quiere. Una fracción mínima de esta forma de energía se transformó muy pronto en materia y ambas se expandieron vertiginosamente. Expandirse y hacerlo enloquecidamente implica que a su vez se generaron el espacio y el tiempo. Todo ello ocurrió en una ínfima porción del primer segundo de existencia del universo.
De los cuatro fundamentos universales, energía, materia, espacio y tiempo, concentrémonos en el segundo. Aunque, tengámoslo en cuenta para lo que viene después, esos cuatro se pueden tomar de dos en dos: energía y materia, por un lado, y la sede en que existen ambos, el espacio y el tiempo, por otro. La estrecha relación de los dos primeros (también de los otros dos y los cuatro entre sí, pero aparte) la formuló Albert Einstein, de manera tan concisa que raya en lo poético. El único verso de tres letras, un símbolo y un número es la ecuación que bien podría decirse que definió el siglo XX y los que vengan: E=mc². La energía E y la materia m están simplemente relacionadas por la velocidad de la luz en el vacío, un número enorme, elevado al cuadrado. Sabemos, y mucho más tras el reciente estreno de la estremecedora película Oppenheimer, lo que ocurre cuando se convierte un poco de materia en energía. Es cuestión mucho más compleja dilucidar el mecanismo opuesto: cómo diablos cuaja una cantidad necesariamente enorme de energía en materia definida por su magnitud esencial: la masa. La m de la ecuación de Einstein. Para afrontar cualquier especulación fundamental siempre es conveniente buscar en la Grecia clásica sus posibles raíces.
Fue Leucipo el primero que concibió la idea del átomo, Demócrito quien lo razonó más profundamente y Tito Lucrecio Caro el que lo ensalzó de manera profunda y bella en su formidable poema De rerum natura o Sobre la naturaleza de las cosas. El átomo, para ellos, era la unidad básica e indivisible de la materia. Del mundo natural. Esos átomos y el vacío en el que forzosamente han de existir y moverse fueron denostados, desde Aristóteles hasta Tomás de Aquino, por citar solo a sus más insignes oponentes, durante dos milenios. Pero ahí estaban, salvo que cuando se descubrieron se vio que en realidad sí eran divisibles. Primero fueron los electrones que, en forma de nubes, envolvían a un núcleo de protones y neutrones tan compactamente unidos que formaban un conjunto extraordinariamente pequeño. La relación más o menos afortunada que se hace de la relación de tamaños es el de una mosca, el núcleo, en el centro de una catedral, las nubes electrónicas. Tres partículas. Pero poco a poco, y el camino recorrido no tendremos más remedio que enaltecerlo, se vio que había o se podía generar un enorme número de partículas que se llamaron elementales.
Tras el Big Bang se generaron cuatro clases de partículas llamadas fotones, leptones, quarks y gluones en un estado de plasma de altísima temperatura. Los primeros forman (formarán, como veremos) precisamente la luz; uno de los segundos es el familiar electrón, y los otros se enquistaron muy pronto formando, por ejemplo, los protones y los neutrones. En rigor, el universo no se hace luminoso, transparente si se prefiere, hasta que los fotones se desacoplan de los otros cuando aquel plasma se enfría lo suficiente. Entonces es cuando los electrones se ven atrapados por los núcleos y se forman los átomos de verdad, los de Demócrito, por muy ligeros que aún sean. Han pasado unos 380.000 años desde el inicio de todo. Por todo ello, esos cuatro son los que hay que considerar auténticos “átomos” o partículas elementales primigenias. Pero pronto se postularon y fueron descubriéndose muchísimas más partículas. Y sus antipartículas, pero la historia de estas fue muy efímera.
El viaje de exploración que inició la humanidad fue el inverso del que se había iniciado muchos siglos antes: en lugar de ir hacia lo inmensamente grande, se fue a escrutar lo extremadamente minúsculo. En lugar de telescopios se habían de usar aceleradores de partículas, convirtiendo una estremecedora factura de la compañía eléctrica, la energía, en unas pocas partículas a estudiar en descomunales detectores. Se trataba de explorar no solo la intimidad de la materia, sino la consecuencia fundamental de ella: el auténtico origen del universo. Era como, permítase la brutal metáfora, estrellar entre sí dos relojes de bolsillo antiguos de mecánica precisa. De las piezas que saltaran por todos lados había que deducir el mecanismo que los hacían funcionar. Pronto se vio que mientras más violentas eran esas colisiones, más piezas diferentes saltaban tras el estallido. El mundo de las partículas elementales se fue nutriendo mucho más allá de lo esperado. La carrera que se estableció aumentando la energía de colisión con aceleradores cada vez más potentes (y más costosos) acabó ganándola Europa. Y el premio fue precisamente encontrar el bosón de Higgs. Aunque hubo otra recompensa más sutil de la que nos debemos sentir aún más orgullosos: el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear) fue el primer embrión de la unidad europea junto a la Comunidad del Carbón y el Acero.
Conforme aumentaba el número de partículas que se iban descubriendo, se fue elaborando el que acabaría llamándose Modelo Estándar para describirlas en sus propiedades y dinámica. Fue una tarea ímproba, pero se culminó dotándole de una capacidad de predicción de exactitud asombrosa. Pero faltaba un detalle: digamos el áncora y el muelle cuyo mecanismo estaba en la base del funcionamiento del reloj.
Las partículas de aquel nutrido microcosmos se diferenciaban en muy pocas propiedades, pero la fundamental y más definitoria de todas y cada una de ellas era su masa. ¿Cómo había surgido semejante variedad que iba desde cero hasta números enormes? Higgs, los belgas Brout y Englert y algunos físicos, pocos más, propusieron una vía.
El Big Bang no fue perfecto, sino que ligerísimas imperfecciones llamadas violaciones de simetría, propiciaron aquella exuberante variedad de partículas. Y el vacío en que se desenvolvió todo era algo mucho más complejo que la nada. De hecho, debió de estar completamente lleno, a modo de éter aristotélico, aunque en nada se parecieran. El que acabó llamándose campo de Higgs, que como todo campo en física se puede concebir a modo de partículas, en este caso del tipo denominado por el término general de bosones, era el que dotaba de masas a las demás partículas. Mientras más intensa fuera la interacción de estas con esos bosones de aquel campo primigenio, o, dicho con otra metáfora, mientras más friccionara la incipiente partícula con ese campo, más masa adquiría al eclosionar. El áncora y el muelle.
Muy poco a poco, incluso con indiferencia, fue aceptándose que era un mecanismo válido, el problema era que concebido ese campo como partícula en sí misma, no se tenía idea de cuál podía ser su propia masa. Es decir, que bien podía ser inalcanzable con la tecnología actual. Sin embargo, el CERN consiguió convencer a los políticos europeos de financiar la que posiblemente fuera una de las aventuras científicas más fascinantes de la humanidad. Fui testigo directo, porque estaba allí aquel diciembre de 1994, de la euforia que se desató en todo el centro, en particular en la división TH, la de física teórica, cuando el consejo aprobó el presupuesto para el LHC, el mayor colisionador de relojes de la historia. Y allí surgió menos de una década después la endemoniada partícula que acabó santificada. Loor y gloria, es decir: el premio Nobel, para Higgs, François Englert y el propio CERN. Orgullo para Europa.
Descanse en paz Peter Higgs.
Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Física Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Su último libro es La hechicera, el gato y el demonio, de Zenón de Elea a Stephen Hawking: Los doce experimentos imaginados que cambiaron la historia (Debate, 2023)
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