El ‘disco duro’ de la naturaleza: cómo la información almacenada en los árboles ayuda a descifrar el cambio climático
El análisis de los datos almacenados en los anillos aporta información sobre la historia de los bosques y su capacidad de resiliencia ante fenómeno extremos, lo que podría salvarlos de un futuro climático incierto
Es una oficina pequeña dentro de un campus en las afueras de Madrid. Hay dos ordenadores, un microscopio, algunas herramientas y estanterías cubiertas de cortes de madera apilados y fechados con etiquetas de un amarillo estridente. Allí trabaja un equipo de científicos que estudia árboles de toda España para mejorar la gestión de los bosques. Es un laboratorio, pero también es un archivo porque los árboles son cápsulas del tiempo. Todo queda guardado en sus anillos.
La historia es más o menos así: a medida que envejecen, algunas plantas leñosas forman en el interior de su corteza anillos que se extienden desde el centro hacia afuera. Cada año se crea un nuevo círculo de madera. Sus dimensiones y características van a depender de la generosidad del sol y la lluvia en cada estación, por lo que ningún anillo es igual a otro. En algunos casos, las relaciones son evidentes: los anillos anchos indican años cálidos y húmedos, mientras que los anillos estrechos resultan de períodos más calurosos y secos. Lo cierto es que desde el nacimiento hasta la muerte, los árboles tienen la capacidad de registrar el paso de incendios, huracanes, inundaciones, explosiones volcánicas, sequías y hambrunas. Como si fueran el disco duro de la naturaleza, van almacenando información sobre su entorno.
El laboratorio de árboles en las afueras de Madrid tiene un nombre: Dinámica, Modelización y Gestión Forestal. Funciona bajo la órbita del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria (INIA) y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Rafael Calama Sainz, doctor en ciencias forestales, trabaja allí desde hace décadas. El científico explica que la disciplina que estudia los anillos de los árboles se conoce comúnmente como dendrocronología. Dendro, árbol, cronos, tiempo, logía, estudio. Pero este campo de investigación, agrega, podría dividirse a su vez en otras categorías. Existen, por ejemplo, la dendroclimatología, que analiza los anillos de madera para obtener datos climáticos del pasado; la dendroarqueología, que estudia los anillos para entender cómo el clima afectó a las sociedades humanas; y la dendroecología, que reconstruye antiguos ecosistemas forestales.
Emilia Gutiérrez Merino, de la Universidad de Barcelona, fue la primera científica en España en escribir una tesis sobre dendrocronología. La defendió en marzo de 1987 y desde entonces ha dedicado su carrera a comprender la información oculta en la madera de los bosques. “Lo principal en esta disciplina es poder determinar la edad de cada árbol y su crecimiento anual. A partir de esa identificación, lo que sigue es introducir los datos en todo un conjunto de variables que terminan arrojando cómo ha vivido el árbol y en qué condiciones ambientales ha vivido”, explica.
No es tan sencillo como sentarse a contar anillos, aunque es una parte importante del proceso. Lo primero que hay que hacer es obtener una muestra. En árboles muertos se corta un disco de madera completo, donde los anillos se despliegan en ondas concéntricas, y en los vivos se hace con un método mínimamente invasivo en el que se utiliza una herramienta llamada barrena de Pressler. Es un tubo metálico hueco con una rosca en la punta que se gira manualmente para perforar el tronco hasta el centro y así extraer un cilindro de madera del diámetro de un lápiz. Esa muestra se seca, se lija y se analiza.
No todos los árboles son sensibles al estudio de la dendrocronología. Javier Vázquez Piqué, de la Universidad de Huelva, señala que para que los anillos se formen, debe haber un parón en su crecimiento. “Si vamos a las zonas tropicales, en las que el clima es muy homogéneo durante todo el año, no podemos observarlos”, explica. Las especies leñosas que habitan en los trópicos, como los pinos o los alerces, en cambio, sí tienen ciclos anuales de formación de madera. Normalmente, comienzan a crecer en primavera y a principios de otoño se detienen.
Estos ciclos de crecimiento se pueden observar a simple vista en los anillos. La madera que se produce al principio, la temprana, suele ser de un color claro, mientras que la madera tardía, que se genera al final del período de crecimiento, tiene las paredes más gruesas y oscuras.

Los árboles cuentan historias
Carlos LeQuesne sabe cómo interpretar las historias que cuentan los árboles que viven a su alrededor y que transportan en su interior el pasado de su tierra. El científico trabaja en el Laboratorio de Dendrocronología y Cambio Global de la Universidad Austral de Chile. Usando herramientas de la dendroquímica, que analiza los isótopos de oxígeno presentes en la celulosa de los árboles, LeQuesne puede incluso saber el origen del agua que ‘regó’ a esas plantas a lo largo del tiempo. Parece que nada se le escapa.
Ahora está concentrado en analizar el impacto de las heladas tardías —que se producen durante la primavera— en el crecimiento de las plantas leñosas. “Dejan un traumatismo en las células, una marca que podemos estudiar en los anillos”, explica.
Algo similar sucede con los incendios, otro gran foco de estudio de la dendrocronología. “Algunos árboles logran sobrevivir al fuego, pero les quedan cicatrices”, apunta LeQuesne. Con esas marcas se puede inferir la frecuencia y la intensidad de los incendios siglos para atrás y conocer cómo la actividad humana ha influido en ellos. Científicos de la Universidad de Colorado, en Estados Unidos, concluyeron en un artículo publicado en New Scientist que la mayoría de los incendios antes de la revolución industrial —es decir, de la quema de combustibles fósiles que calientan la atmósfera— eran significativamente menos graves que los actuales.
“La pregunta es: ¿cómo es posible que los árboles, siendo los organismos más grandes y longevos del planeta, puedan vivir tantos años expuestos a todo tipo de inclemencias y agresiones?”, arroja la doctora Gutiérrez Merino. Y enseguida se responde: “Es posible gracias a que crecen sobre estructuras ya formadas, y a los materiales que utilizan para su construcción”. La madera se ensambla, sobre todo, con celulosa y lignina, dos elementos que no se descomponen con tanta facilidad. Hacen falta un conjunto de hongos y bacterias especializadas en su digestión. Además, tienen un sistema de defensa muy efectivo: la compartimentación. Cuando los árboles sufren un ataque o una herida, en vez de gastar energía en regenerar los tejidos, aíslan la parte dañada y empiezan a crecer sobe ella. En regiones como los Pirineos, los árboles pueden mantenerse en pie aunque lleven 60 años muertos gracias a la oscilación de las temperaturas. Parafraseando al investigador chileno Jonathan Barichivich: los árboles son formas de vida, pero también formas de muerte.
Vázquez Piqué asegura que esta característica es lo que permite obtener tanta información, con aportes a ramas científicas de los más diversas. “En arqueología, por ejemplo, se pueden saber cuándo se ha formado la madera con la que se construyó un navío”, explica. La dendrocronología también se puede utilizar para la datación de obras de arte. “Hay muchas que están hechas de madera y otras enmarcadas en madera, entonces podemos conocer cuándo se cortó el árbol con el cual se hizo ese marco”, detalla.
Tener a disposición datos del clima de la Tierra desde incluso antes de que existieran las estaciones meteorológicas, ha logrado, según sostiene Gutiérrez Merino, “aportar mucho a la lucha contra el cambio climático. De hecho, las primeras informaciones las brindó la dendrocronología porque tenemos datos que cubren todo el Holoceno, hace más de 10.000 años”. Si se toma la información climática alojada en los árboles más longevos y se compara con la contemporánea, queda en evidencia que “el cambio climático actual no tiene precedentes”, asegura. Esta información sirve para estudiar cómo los árboles se han adaptado históricamente a las oscilaciones del clima y cuál es la mejor manera de preservar los bosques en un contexto de cambio tan frenético.
LeQuesne coincide con su colega española. “Hemos podido establecer que los eventos climáticos extremos, no solo son más intensos y severos en el presente, sino también más frecuentes”, dice. Y añade que, en un momento de tanto descreimiento, se puede confiar en la sabiduría de uno de los seres vivos más antiguos de la Tierra. “Los árboles nos dan una respuesta desinteresada, no tienen un sesgo. Como monitores y archivadores ambientales son muy fieles: muestran lo que verdaderamente ocurrió en el pasado y cómo podemos adaptarnos al futuro junto con ellos”.
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