Molinos y gigantes, adelantos tecnológicos y el síndrome bicicleta
Vivimos atrapados en un tejido que condiciona nuestra salud, dando por sentado que nuestras crisis de ansiedad y cefaleas recurrentes tienen su origen en cualquier otra cosa
Charles Dickens escribía llevado por la gracia cervantina. En una de las piezas que publicó en su revista semanal All the Year Round, el autor de Portsmouth nos puso al tanto de lo ocurrido en 1859, cuando una telaraña de cables oscureció los cielos londinenses, extendiendo una tupida red eléctrica sobre los tejados que cubrió la luz de los días. Iba a ser sólo el principio.
Porque si hubiésemos desarrollado órganos que nos permitieran hacer visibles las microondas del espectro electromagnético que emiten nuestros teléfonos móviles, nos daríamos cuenta de que lo escrito por Dickens en lo referente al cableado de Londres no fue tan grave comparado con los tiempos actuales.
Vivimos atrapados en un tejido que condiciona nuestra salud y no nos percatamos de la tela de araña que nos apresa, dando por sentado que nuestras crisis de ansiedad y cefaleas recurrentes tienen su origen en cualquier otra cosa. Pero según nos aclara el matemático Arthur Firstenberg en su libro El arcoíris invisible, el llamado trastorno de ansiedad no se empezó a conocer hasta la década de 1860, cuando el cableado del telégrafo recorrió nuestro planeta. Ya puesto, Arthur Firstenberg se apoya en un buen número de estudios médicos para afirmar que la diabetes estaba entonces tan poco extendida como la cardiopatía, pues apenas se padecía del corazón.
La relación entre enfermedad y tecnología queda muy bien explicada en este trabajo recién editado por Atalanta, donde Firstenberg hace un repaso histórico a los campos electromagnéticos desde los inicios, con el experimento de Leyden, hasta nuestros días, mostrándonos la cara más fea y siniestra de la tecnología.
Para quien no lo sepa aún, el experimento de Leyden tuvo lugar en 1746 en la Universidad del mismo nombre. Con el citado experimento se demostró que el agua conservaba cargas eléctricas. Desde entonces, el dominio del fluido eléctrico ha sido utilizado para el beneficio del ser humano, no sólo para nuestro alumbrado, sino también como uso terapeútico.
Con todo, las consecuencias de la electricidad, sus efectos secundarios, no eran desconocidos en aquella época, aunque hoy hayan sido olvidados. Los médicos George Beard y Alphonso Rockwell en su Tratado práctico sobre los usos médicos de la electricidad, publicado en 1881, afirmaban que un buen número de personas se veían afectadas por la electricidad. Son las llamadas personas electrosensibles, a las que la electricidad provoca efectos adversos de igual manera que las provocan las tormentas.
Existe una relación directa entre la electricidad artificial y la electricidad atmosférica; ambas dependen del mismo fluido, tal y como explicó en su día el físico Pierre Bertholon (1741-1800). Debido a esto, las personas que son sensibles al clima, y cuyo cuerpo y estado de ánimo predice una tormenta, también lo son a la electricidad. En la actualidad, inmersos en la olla de radiaciones a presión que no percibimos con la vista, las personas sensibles a la maraña de radiofrecuencias padecen enfermedades cuyo tratamiento queda lejos de la química que contienen las píldoras, siendo la desintoxicación, es decir, la desconexión, la única cura posible a tanta saturación de cacharritos.
Esto es algo difícil, pues sufrimos un síndrome que bien podríamos bautizar como síndrome bicicleta, y que no es otra cosa que el síndrome de estar pendientes del cacharrito durante 24 horas al día, como si se tratase de una prótesis vital. Esto ocurre porque estamos conectados por miedo a dejar de estar conectados, no sé si me explico, pero es algo que no ocurría en los tiempos de Dickens, donde había personas que, por miedo a una pila voltaica, se mantenían alejadas de los adelantos tecnológicos. Y si se acercaban lo hacían a la manera de don Quijote cuando se enfrentó a los molinos.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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