Sobre cadáveres en el vecindario y tormentas perfectas
Tenemos varios planetas en la vecindad que nos ayudan a entender fenómenos de nuestra propia atmósfera, nos advierten de nuestro posible futuro y nos enseñan cómo puede ser una tormenta gigante
A menudo hablamos de destinar fondos a la investigación del espacio y de cómo esto nos ayuda a entender fenómenos para los cuales todavía no tenemos aquí abajo una comprensión completa. Hay muchos ejemplos de un quid pro quo (algo a cambio de algo) que a veces se manifiesta de un modo más obvio que otras. Para mí uno de los más paradigmáticos se encuentra en el estudio de Venus. Aquí al lado, nada más salir de nuestro planeta tenemos un mundo infernal, cubierto perpetuamente de nubes, hostil a la vida y sin agua. El cadáver empalado de un mundo hermano, gemelo al nuestro, pero de colinas suavemente onduladas donde hubiesen podido correr los Hobbits, pero que con su atmósfera gruesa y sus gotitas de ácido sulfúrico deja poco margen para el juego de la vida. El pasado de Venus tiene nombre y apellidos, se llama “Efecto Invernadero” y siempre he pensado que es como esos cuerpos decapitados que se colocaban a las puertas de las ciudades conquistadas para advertir de lo que eran capaces de hacer los vencedores. Ahí está, nada más salir a la izquierda, en dirección al Sol. Debería ser una buena llamada de atención para prevenir nuestra catástrofe. Esa a la que estamos abocados de cabeza si no cambiamos el modo en el que abordamos la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera en nuestro planeta. No queda tiempo. Hagamos algo.
Y dicho esto, hablemos de tormentas. Si alguien mirase nuestro sistema solar en la distancia probablemente llegase a la conclusión de que aquí tenemos un Sol, un gran planeta gigante que es Júpiter y un montón de escombros, incluidos nosotros. De hecho el gran planeta tiene el doble de masa que todos los planetas, asteroides y cometas juntos. Todo lo demás que orbita el Sol no nos llegaría ni para construir medio planeta como Júpiter. Es el más grande, el más masivo y también el más rápido rotando, el que tiene el día más corto. Aquí nos quejamos, pero allí un día no cunde nada. Su ecuador completa una órbita en 9 horas, 50 minutos y 28 segundos. Eso sí, se ganan 4 minutos y 47 segundos mudándose a los polos donde la rotación es más lenta. Este fenómeno se llama rotación diferencial y, aparte de hacer que el día sea más largo a medida que nos alejamos del ecuador hacia los polos, también es un fenómeno que se observa en las estrellas y nos enseña que no estamos tratando con cuerpos sólidos, sino que son fluidos. De hecho el gigante Júpiter está hecho mayoritariamente de los elementos más ligeros que existen en el universo, hidrógeno y helio en su atmósfera, con metano y amoniaco, vapor de agua y otros gases en pequeñas cantidades. Se parece más al Sol en su composición que a nosotros.
La mayor tormenta
Júpiter no tiene una superficie sólida, pero su atmósfera, un lugar turbulento, con vórtices de gran tamaño entre los 100 y los 1000 Km, presenta algunos patrones atmosféricos estables, como la Gran Mancha Roja. La Gran Mancha Roja es la tormenta más larga y grande del sistema solar. Parece que al rey romano de los dioses y los hombres le gusta ser el primero de la clase en todo. La Gran Mancha Roja da una vuelta completa, en sentido contrario a las agujas del reloj, cada seis días y ha sobrevivido al menos tres siglos. Su longevidad se puede explicar por la ausencia de una superficie sólida inmediatamente bajo las nubes presentes en la atmósfera del planeta.
En la Tierra, los patrones de la atmósfera cambian cuando se mueven entre el mar y la parte sólida o cuando llegan a terreno montañoso, es fácil de ver cuando se observa la evolución de los huracanes. Los ciclones crecen engullendo continuamente nubes más pequeñas y obteniendo energía de ellas para que sigan girando. Los ciclones que se observan en el polo norte de Júpiter son similares a los patrones de turbulencia en el océano terrestre. Es importante recordar que el agua y el aire son ambos fluidos y desde la física los podemos estudiar exactamente igual.
Pero también podemos aprender otras muchas cosas del gigante. En la Tierra, y en Venus y Marte, los patrones del tiempo meteorológico son resultado del movimiento de las masas de aire. La energía del Sol, al ser absorbida en la superficie y en la atmósfera del planeta, provoca este movimiento. En Júpiter ocurre algo diferente, y es que el planeta en sí, debido a su gran tamaño, todavía retiene parte de la energía de su formación hace 4500 millones de años. El resultado es que todavía emite casi el doble de energía en el infrarrojo que la que le llega del Sol y que la temperatura aumenta con la profundidad. Estamos, por tanto, ante un fluido calentado desde fuera y desde dentro. Una manera eficiente de transportar calor es el fenómeno conocido como convección, similar al fenómeno que observamos cada vez que vemos hervir una crema de calabaza. Si además pusiésemos a rotar la sopa densa en la cazuela generaríamos el mismo tipo de movimientos que observamos en Júpiter conocidos como vientos zonales con velocidades de hasta 500 km/h o en atmósfera de la Tierra a más baja velocidad. Las zonas de colores en el planeta se corresponden al material frío que se hunde y material caliente que asciende.
Este tipo de información la obtenemos de sondas kamikazes como la sonda Galileo. También de impactos de cometas en la atmósfera del gigante como el del Shoemaker-Levy 9 en 1993. Ahora tenemos a Juno, una nave espacial que entró en la órbita de Júpiter en 2016, y que cada 53 días pasa a tan solo 5000 km de la parte superior de las nubes del planeta. A tan corta distancia, los instrumentos de Juno pueden detectar ondas de radio emitidas por rayos, lo que le permite ver a través de las nubes de tormenta. En Júpiter se han vislumbrado tormentas eléctricas y auroras boreales, ciclones y anticiclones, impactos de cometas y vórtices gigantes centenarios, ¿se puede ser más fascinante?
Eva Villaver es investigadora del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA).
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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