Por qué Vega es la estrella más importante del cielo después del Sol
Es el punto más brillante de una constelación descrita por primera vez hace 2.000 años y fue la primera estrella lejana capturada en una foto por los científicos en el siglo XIX
Hace unos pocos meses les hablamos de las estrellas que se podían ver en el llamado triángulo de verano. Entre ellas está Vega, que se conoce como “la estrella más importante del cielo después del Sol”. ¿Por qué? ¿Qué tiene de especial Vega? Lo que la hace más interesante resulta que echa por tierra todo lo que se había construido durante siglos en referencia a ella.
Poco después de la puesta del Sol, en estas fechas, la estrella Vega se puede ver hacia el noroeste en la constelación de Lira. Esta constelación es una de las 48 que Ptolomeo describió hace casi 2.000 años. En otras culturas se le dio el nombre de águila o buitre (para los árabes), el faisán australiano (para los de aquellos lares), o el arpa del rey Arturo (en Gales). En todo caso, esa zona del cielo ha sido bastante observada durante toda la historia —y seguramente, también en la prehistoria— porque Vega es la sexta estrella más brillante del cielo, si se incluye al Sol en la lista. Es más, Vega era la estrella polar hace unos 14.000 años, y lo volverá a ser dentro de unos 12.000, ¡que me lo cuenten entonces! De hecho, de las estrellas que pueden ocupar la posición de la polar, Vega es la más brillante: ahora vivimos con un sucedáneo no muy brillante.
Ser la quinta en el ranking de brillo no es lo único que hace especial a Vega; fue la primera estrella lejana de la que se tomó una foto, allá por 1850. Años después, en 1872, fue también la primera estrella de la que se fotografió su espectro. Pero más allá de las razones históricas, Vega es clave para la astrofísica. Las razones son fundamentalmente tres, aunque dos de ellas son totalmente contrapuestas a la primera.
En primer lugar, y la razón principal para afirmar que es “la estrella más importante del cielo después del Sol”: Vega ha sido la referencia de medida para hablar del brillo de otras estrellas y galaxias durante más de un siglo. Establecer algo como referencia de una unidad de medida es esencial en ciencia, y en la vida en general. Pero también es bastante arbitrario. Lo decisivo de una referencia es que sea constante, fácilmente definible, que sea lo suficientemente precisa y se adapte a lo que se quiere medir, y que sea aceptada por un amplio rango de usuarios, algo que normalmente lleva tiempo y entra en conflicto con la tradición y la historia.
En ese sentido, que una unidad de medida se defina como la longitud de un pulgar, o de tres granos de cebada seca puestos una a continuación de otra, no parece una buena idea para un lugar donde no hay cebada, o donde la cebada crece más, o donde hay gente con las manos muy grandes. Tampoco parece adecuado para medir tuberías o tuercas, que no es algo que se relacione mucho con las semillas. Pero si durante siglos la gente ha usado esa unidad de medida, es muy difícil hacerles cambiar de idea.
Para ser honestos, tampoco es que una definición como la del metro, en función de la diezmillonésima parte de la distancia más corta entre el polo Norte y el Ecuador pasando por París, sea muy manejable, al menos a priori. El peso de un litro de agua sí parece más reproducible. Pero que definieran así los franceses el kilogramo también puede suponer un problema según para quién (y quizás por ello a los ingleses les gusta más su libra). En todo caso, la verdad es que lo que se conoce como Sistema Internacional es un marco de unidades medidas inteligente, basado en múltiplos de diez, que son muy manejables, más que los sistemas basados en el número 12 o el 60.
Volvamos a Vega. Todo empieza con un sistema que introdujo el griego Hiparco en el siglo II antes de nuestra era, en el que clasificó unas mil estrellas visibles a simple vista (faltaban dieciocho siglos para que apareciera el telescopio) en seis clases de brillo o magnitudes. Las más brillantes las llamó de magnitud 1, las más débiles de magnitud 6. La magnitud es en sí una unidad de medida, pero bastante rara para lo que estamos acostumbrados, porque si crece la magnitud decrece el brillo, y el brillo es algo que es más fácil de entender. Así que las magnitudes van al revés de la cantidad física más intuitiva.
Siglos después del trabajo de Hiparco, con ayuda de telescopios —y con el ánimo de dejar atrás aquel sistema grueso y subjetivo—, se demostró que una estrella de magnitud 1 es unas 100 veces más brillante que la de magnitud 6. De esa relación se puede pasar a decir que una estrella de magnitud 1 es aproximadamente 2.5 veces más brillante que una de magnitud 2, 2.5 multiplicado por 2.5 veces más brillante que una de magnitud 3, 2.5˟2.5˟2.5 veces más brillante que las de magnitud 4, y, saltándonos una magnitud, sería 2.5⁵ (2.5 veces multiplicado por sí mismo 5 veces; es decir, 97,7: casi 100) veces más brillante que las de magnitud 6. Eso es una escala logarítmica, que también usamos en los decibelios del sonido.
La cuestión es que una vez se ha pasado de una definición a ojímetro como la de Hiparco a algo más matemático, con logaritmos, una estrella (u otro astro) puede ser más brillante que la magnitud 1. Y aquí es donde entra Vega. Hace poco más de un siglo se estableció que Vega tendría magnitud 0 (de clase 0, que Hiparco no definió, empezó en la 1). Y a partir de ella se midieron los brillos de todas las demás estrellas y astros que se iban descubriendo. El Sol, por ejemplo, tiene magnitud -26.74. El brillo de Vega como el metro, el kilogramo, o quizás más como la pulgada para los astrofísicos, o al menos lo fue hasta hace apenas dos décadas.
¿Y por qué Vega cayó en desgracia como la pulgada? Deberían caer en desgracia las dos, pero las tradiciones y la historia mandan. En primer lugar, Vega es una estrella de brillo variable. Volviendo a nuestra analogía, es como si la vara de metro que se guarda en París cambiara cada cierto tiempo de longitud. Y, efectivamente, eso pasa: esa vara que definió el metro durante siglos cambia de tamaño con el frío y el calor, por eso ahora definimos el metro respecto a una referencia más estable, como lo es la distancia recorrida por la luz en el vacío en una fracción de segundo igual a 1/299792458. Vega varía hasta un 10% desde su punto menos brillante al más brillante, seguramente por efectos de rotación y el hecho de que estamos observando uno de sus polos, es decir, el eje de rotación está cerca de nuestra visual, no es perpendicular a ella como lo es (más o menos) el eje de rotación de la Luna.
Las peculiaridades físicas de Vega no acaban ahí. Hace 20 años se descubrió que Vega está rodeada de un disco de polvo. Vega es una estrella joven, de unos 450 millones de años, unas diez veces más joven que nuestro Sol. Pero es más grande, y entre las estrellas, eso quiere decir que vive menos. De hecho, Vega y el Sol más o menos están a mitad de su vida, lo que quiere decir que Vega desaparecerá mucho antes que el Sol (a saber dónde estará la humanidad entonces, yo cada vez estoy más preocupado).
El disco de polvo de Vega la hace menos merecedora de ser la estrella estándar para la medida de brillos que la variabilidad. Sobre todo, porque ese disco es el que domina la luz que nos viene de este astro en el infrarrojo. El polvo estelar que forma ese disco deben ser partículas que contienen silicio y quizás carbono. El tamaño de esos granitos de polvo es de unos cientos de micras, como mucho un milímetro; si fueran más grandes, no podría sobrevivir, serían arrastrados por la radiación de la propia estrella, disolviéndose el disco.
El disco de polvo de Vega, además, presenta particularidades que no se entienden bien. Es muy homogéneo y no parece haberse formado planetas como los gigantes gaseosos de nuestro sistema (Saturno o Júpiter), a pesar de la edad de la estrella. Por comparación, los planetas del Sol se formaron en tiempos que van desde unos pocos millones de años desde que el Sol empezó su colapso, incluso antes de que empezara a fusionar hidrógeno (es el caso de Júpiter) hasta unas decenas de millones de años en el caso de los planetas rocosos, la Tierra entre ellos. Vega tiene muchísimos más años que esas cantidades, y aún mantiene un disco de polvo, seguramente resultado de múltiples choques de planetesimales, que se rompen en vez de unirse para formar planetas. Esa peculiaridad está siendo analizada ahora mismo por el telescopio espacial James Webb, continuando con el estudio que han realizado todos los telescopios infrarrojos que hemos construido. Pero esa historia la dejamos para otro día, porque Vega es más fascinante por su disco incluso que como estrella, aunque haya sido una referencia durante siglos
Pues ese fue mi artículo número 100 en Vacío cósmico. Espero que hayan disfrutado de este viaje astronómico que pronto, a principios de 2025, cumplirá cinco años.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico, sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología, y Eva Villaver, subdirectora del Instituto de Astrofísica de Canarias.
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