Los vecinos de Palomares: “Estamos deseando que se lleven las tierras contaminadas”
La pequeña pedanía almeriense acumula varias hectáreas afectadas por las bombas de plutonio que cayeron, sin estallar, tras el accidente nuclear del invierno de 1966
Antonio Luis Navarro agarra el micro, mira a la pantalla y se arranca a cantar. El tema elegido es Bravo por la música, de Juan Pardo, que entona sentado junto a la barra del centro de la tercera edad de Palomares, en Almería. El karaoke anima a media docena de parroquianos. “¡Gracias!”, dice Navarro a su audiencia, que tras el paréntesis musical vuelve al debate del momento en la localidad. “...
Antonio Luis Navarro agarra el micro, mira a la pantalla y se arranca a cantar. El tema elegido es Bravo por la música, de Juan Pardo, que entona sentado junto a la barra del centro de la tercera edad de Palomares, en Almería. El karaoke anima a media docena de parroquianos. “¡Gracias!”, dice Navarro a su audiencia, que tras el paréntesis musical vuelve al debate del momento en la localidad. “Estamos deseando que se lleven las tierras contaminadas”, dice el hombre, de 59 años. “¿Ahora? Me parece cachondeo. Un buen titular sería decir que los vecinos estamos hartos de que nos tomen el pelo”, responde Ramón Piñero, de 60 años, mientras alguien entona Porque te vas, de Jeanette. La conversación continúa con una postura de fondo común: la mayoría de los vecinos de este rincón almeriense celebran las intenciones del Gobierno de España y del estadounidense de limpiar la zona donde cayeron cuatro bombas de plutonio —sin estallar— el 17 de enero de 1966 y trasladar alrededor de 6.000 metros de arena contaminada hasta el desierto de Nevada, a más de 9.000 kilómetros y un océano de distancia. “Ya era hora”, subraya Navarro.
Hace 57 años ya, pero la colisión de un bombardero B-52 y un avión cisterna KC-135 del Ejército de Estados Unidos en pleno vuelo sigue marcando a los casi 15.000 residentes de Cuevas del Almanzora, municipio al que pertenece Palomares, una pedanía de casas blancas y buganvillas. Está cerca del mar, pero las dudas sobre la contaminación han impedido su desarrollo turístico, así que el campo se mantiene como el principal medio de vida del pueblo, donde residen cerca de 2.000 personas llegadas desde Marruecos. La sandía es la estrella de la temporada y ahora cubre buena parte del suelo con pequeños frutos que pronto pesarán varios kilos.
Ante las preguntas, muchos vecinos declinan hablar del suceso, hartos del tema o porque creen que puede perjudicar la incipiente temporada turística. “Remueven la mierda en el peor momento”, subraya el camarero de un bar. Otros están cansados de promesas que nunca se cumplen. La última en 2015, cuando se llegó a un acuerdo político —sin vinculación jurídica— por el que España se encargaría de la limpieza de las áreas afectadas y Estados Unidos se quedaría con las tierras contaminadas, pero los cambios gubernamentales en ambos países enfriaron la alianza. “Lo importante es que ha habido avances en los últimos meses y sabemos que hay un compromiso serio y firme. Realmente está ya todo diseñado para ejecutar la tarea. Faltaba solo la voluntad política que ha llegado ahora”, decía este jueves el alcalde, Antonio Fernández.
Para los más mayores, las preguntas sobre el accidente nuclear son una excusa para recordar el día que cambió sus vidas. Tomás Valero, de 68 años, tenía 12 cuando escuchó una explosión y vio un fogonazo en el cielo aquel día de San Antón de 1966. Aquella fría mañana de invierno había salido del aula del colegio junto a sus compañeros para memorizar las lecciones al sol. La clase paró de inmediato. “Veíamos llover trozos de aviones y quisimos verlos de cerca”, recuerda Valero, que se subió a la Vespa de su profesor, Don Alberto, junto a otro chaval. Rememora el aluminio fundido en el suelo, el olor a quemado, el cuerpo sin vida de dos de los fallecidos en el accidente. “Fue el evento nacional durante mucho tiempo”, añade su amigo Juan García, de 74 años, que fue testigo del mayor accidente nuclear de la Guerra Fría desde la terraza de la empresa de muebles donde trabajaba. Estuvo a punto de ver cómo una parte de España reventaba, pero las bombas no explotaron gracias a un dispositivo de seguridad.
“Mi padre encontró un taco gordo de dólares junto a los restos de un avión. Fue honrado y lo entregó a un guardia civil, un tal Padierna, que pocos días después se compró un piso en Almería. ¿Casualidad?”, pregunta García con el gesto torcido, que no termina de creer que se vayan a llevar las tierras contaminadas. Las anécdotas se acumulan, como la de Morenilla, heladero que trasportó los féretros de los cuatro fallecidos en el suceso y perdió el negocio porque los vecinos dejaron de comprarle helados. “Mi madre fue a ver qué había ocurrido. ¡Y estaba embarazada de ocho meses de mi hermana!”, exclama Isabel González, de 58 años, docente del instituto público Jaroso, mientras toma un café junto a Antonio Martín, de 60 años, profesor ya jubilado. Él cree que para la agricultura el acuerdo es beneficioso porque “desde Europa les mirarán mejor”. También destaca que el alumnado del centro educativo rara vez pregunta por lo que ocurrió. “Solo les interesa TikTok y Bad Bunny”, apunta ofuscado. Enfrente, en el bar La Estación, varios chavales lo confirman. “Nuestros padres cuentan alguna cosa, pero es que pasó hace mucho tiempo”, aseguran entre clase y clase. Algunos vieron el documental que Movistar estrenó hace dos años, pero poco más.
“Área restringida”
En el municipio se mezcla la historia con el folclore y la leyenda. La mayoría cree que el famoso baño de Manuel Fraga meses después del siniestro tuvo lugar, en realidad, en Mojácar, 15 kilómetros al sur. El relato oficial dice, sin embargo, que el chapuzón tuvo lugar en la playa de Quitapellejos, un largo arenal con un par de chiringuitos. Recostada sobre una tumbona, la británica Lucy Drake, de 47 años, tomaba el sol el jueves allí mismo junto a otros visitantes. El calor apretaba, el viento levantaba las olas y un delicioso e intenso aroma a salitre inundaba el ambiente. Ella compró una casa en la zona hace años, que utiliza siempre fuera de temporada para evitar la masificación. “Esto está ahora vacío, pero en verano se llena y no hay hueco en la arena. Lo del accidente no tiene ningún impacto en el turismo”, asegura. En la zona hay carteles de diferentes promociones inmobiliarias con pisos y lujosas villas. “Todo vendido”, se puede leer.
De las 40 hectáreas todavía contaminadas —en proceso de expropiación por el Gobierno tras más de una década pagando un alquiler a sus propietarios— algunas están en pleno casco urbano de Palomares. Muchas viviendas lindan con los terrenos con partículas de plutonio en los que el personal del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (Ciemat) del Gobierno toma muestras periódicamente. “Plan de investigación energética y medioambiental en materia de vigilancia radiológica”, reza un cartel que se repite en las vallas que rodean las parcelas afectadas. Otras tierras están en las cercanías de Villaricos y en una amplia zona del municipio vecino de Vera. Una parcela pequeña se ubica junto al cementerio de Palomares. “Área restringida. Prohibido el paso. Responsable el infractor”, advierte allí una señal. Detrás, arbustos secos, tierra cuarteada y algún conejo que corretea para esconderse sin saber que su madriguera acabará en el desierto de Nevada.
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