Historias de una guerra que no siempre caben en las crónicas
Siete de los periodistas de EL PAÍS que han cubierto la invasión de Ucrania recuerdan los relatos de quienes conocieron y no han podido olvidar en un acto con suscriptores
Cuando pasan varios días y Serhii no manda un meme de gatitos o un emoji con flores deseándole buenas noches, María Sahuquillo, que fue corresponsal cuatro años en Moscú, se preocupa: “¿Va todo bien?”. “Bso bude dobre”, todo irá bien, contesta el veterano militar ucranio que conoció en la guerra. Boris hace semanas, sin embargo, que no responde a los mensajes de Luis Doncel, que habló con este joven activista LGTBI en Kiev cuando fue como enviado especial en julio. El entrevistado estaba muy nervioso, al día siguiente se iba al frente del Donbás. El periodista confía en que no haya sido una de las 100.000 víctimas ucranias que, entre heridos y muertos, se ha cobrado ya el conflicto.
Siete de la quincena de periodistas de EL PAÍS que han cubierto desde el 24 de febrero la invasión de Ucrania, han traído este domingo hasta el auditorio del Caixaforum de Madrid los relatos de quienes conocieron y no han podido olvidar. Una mujer que cuida flores rodeada de cascotes en Kramatorsk, una anciana que cocina sopa con nada en la frontera, unos niños jugando al fútbol entre los tanques de Lviv. “Detalles mínimos que no siempre caben en las crónicas”, dice Pepa Bueno, directora de EL PAÍS, al presentar Historias de una guerra, un evento al que acudieron autoridades como la vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz y la ministra de Defensa, Margarita Robles, y alrededor de 200 de los 250.000 suscriptores de EL PAÍS a quien la directora dedicó el acto, ya que, sin su apoyo, el diario no podría haber contado el conflicto en el terreno.
Desde el arranque queda claro que esto no es una conferencia al uso: sobre un escenario vacío, una pila de sillas de pino y un tema tradicional ucranio interpretado al violín por Teresa Gamaza Acuña, interrumpido de pronto por el ruido caótico de la guerra. Bajo la dirección artística del actor Raúl Fernández de Pablo y la batuta editorial de Mónica Ceberio, directora adjunta de EL PAÍS, los periodistas van tomando el centro de las tablas con historias totalmente distintas, pero igualmente llenas de humanidad.
El único fotógrafo del grupo, Albert Garcia, recuerda cómo fue encañonado por 10 soldados en la “zona gris” de Donetsk. Un espacio entre dos checkpoints enfrentados, donde una maniobra tan simple como dar media vuelta, se puede convertir en “una situación límite”. “Estaba tan bloqueado que no llegue ni a tener miedo”, dice Albert, que confiesa que la mejor manera de calmarse en medio del caos era “mirar la sonrisa de María”.
María es María Sahuquillo, que recorre sus años en la región a través de los olores de antes y después del conflicto. Antes: los vapeadores afrutados en los clubs nocturnos de Kiev, la nieve limpia y los pepinillos encurtidos del circo de Zaporiyia. Después: el polvo de los edificios derrumbados, el olor a pies de la gente durmiendo en el metro de Járkov, y el miedo en ese mismo circo de Zaporiyia, ya convertido en un centro de acogida para los refugiados de Mariupol.
Cristian Segura llegó a la guerra sabiendo que entre el silbido de un misil y que cae pasan tres segundos “que deberías emplear en echarte al suelo bocabajo, con las manos sobre la cabeza”. “Pero entre la teoría y la práctica dista un mundo”, dice. Al final, a lo que le empujaron los silbidos de los misiles fue a volver a fumar. Cada uno se protege como puede. “Imaginen que tiene siete años, ocho, nueve y de repente… ¡bum!”, dice Óscar Gutiérrez, sobresaltando al público antes de contar que le impresionó cómo padres, cooperantes y psicólogos les decían a los niños que el sonido de las bombas eran fuegos artificiales para permitir que lo siguiesen siendo.
“En los momentos más jodidos queda solo la dignidad individual”, afirma Jacobo García, que la encontró en Natalia, la jardinera que atendía los gladiolos y crisantemos de Kramatorsk cuando ya no quedaba nadie. Lo que le preocupaba de la guerra era el pulgón y la falta de agua. También porque era lo que la hacía humana, individuo.
Boris, que había dejado “la típica vida de un gay de 26 años en una capital europea” para alistarse en el ejército, hizo reflexionar a Luis Doncel: “Pensé en cómo dos conceptos que para mí no tenían que ver, la defensa de la libertad sexual y la guerra, para él eran dos caras de la misma moneda”. Días después le preguntó a la primera dama Olena Zelenska por qué Boris, que se jugaba la vida por su país, no podía casarse con su novio, porque una injusticia no debe acallar otras.
La última intervención, en vídeo desde Kiev, es de Luis de Vega, que cuenta que cuando llegó a Ucrania, justo antes de la guerra, la línea aérea le perdió la maleta. Vivió, sin equipaje, el éxodo de Mauripol, la voladura del puente de Irpin, vio a familias perderlo todo de un día para otro. Y comprendió que la mayoría de las cosas que llevamos en las maletas no son necesarias.
Entre el público, mucha sorpresa ante el formato y emoción frente el contenido. A Annik Laval de 77 años, le ha gustado el montaje “sobrio y profesional”, y Alberto Díez, 55, destaca que “se notaba el trabajo que había detrás”. Ana Rosa García, de 55, que admite haber llorado con la historia de Boris, aprecia “el punto de vista más humano que periodístico”. Carmen Gil Molinero, de 58, extrapola “la sensibilidad” del montaje a la que tiene EL PAÍS, añadiendo: “Te los imaginas allí cuando les escuchas contarlo”. Raquel Campoy, de 25 años, lo tiene claro: “He tenido la piel de gallina todo el rato”.
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