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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jardiel, 60 años

Marcos Ordóñez

“Cuando un pobre come merluza, es que uno de los dos está muy mal”. Así veía el mundo Enrique Jardiel Poncela, de cuya muerte se cumplen este sábado sesenta años. Se definía como “un hombre feo, bajito y verdoso”. Se autodedicó una de sus novelas con la frase “A E.J.P, mi peor enemigo”. Su lema era: “El artista, como las cometas, solo toma altura con el viento en contra”. A Jardiel se le representa muy poco. ¿Es malo su teatro? No. Es muy desigual: tiene un puñado de obras maestras, otro puñado de obras interesantes, y cinco o seis francamente atroces, pero el puñado de obras maestras son clásicos del humor y la imaginación. ¿Qué pasa entonces? Pasa, creo yo, que términos como “humor” e “imaginación” no suelen cotizar mucho en ciertos sectores teatrales. También pasa que sus obras son muy caras. Hay muchos personajes, muchos decorados, mucho de todo. Y pasa, en última instancia, que Jardiel era de derechas: anticomunista y franquista hasta la médula. “Patrimonio de la derecha”, dicen algunos. Con esto quieren decir: “que lo monten ellos”. El problema es que de derechas fueron casi todos los grandes humoristas españoles: Fernández Florez, Camba, Arniches, Gómez de la Serna, Tono, Mihura, López Rubio y Luis Sánchez Polack.

Adorado y detestado, censurado por ambos lados, jovial y amarguísimo, su personalidad humana y literaria es una de las más complejas y difíciles de atrapar de toda la historia de nuestras letras. Jardiel fue una contradicción ambulante. Tenía fama de señorito porque le gustaba vivir bien, pero siempre trabajó como un forzado: cuatro novelas, más de treinta comedias, varios guiones, libros de viajes, miles de artículos y relatos cortos. Fue director, escenógrafo y productor de sus propias obras. Fue un gigante de metro cincuenta.

Jardiel se definía como “un hombre feo, bajito y verdoso”.

Para aguantar el ritmo que se había impuesto bebía litros de café negro y se drogaba con centraminas, que le reventaron la cabeza. Si leemos Agua, aceite y gasolina o Blanca por fuera, Rosa por dentro pensaremos que era vomitivamente machista, y tendremos razón. Pero si leemos El sexo débil ha hecho gimnasia, pensaremos que es la más contundente proclama feminista de la posguerra, y también tendremos razón. Era racista y defensor de la raza negra: El amor sólo dura dos mil metros se cierra, insólitamente, con un poema reivindicativo de Lanston Hughes. En sus novelas y comedias encontramos lo mejor y lo peor de su carácter: altísimos vuelos de un humorismo vanguardista y art déco, alternando con zafiedades ideológicas y concesiones psicologistas para retener al público en la sala. Sus prólogos, vehementes hasta la paranoia, son el testimonio más vivo y apasionado de la intrahistoria de nuestro teatro, desde la década de los 30 hasta los años 50.

El franquismo, que tanto defendió, no le salió a cuenta. Sus novelas, escritas antes de la guerra, fueron prohibidas por inmorales (por eso dejó de escribir narrativa). Sus comedias, acusadas de frívolas e incomprensibles, cuando no de heréticas (Cuatro corazones con freno y marcha atrás) tuvieron innumerables tropiezos. Ganó fortunas que perdió en casinos, en viajes, y en su propia compañía teatral. Se enfrentó a una crítica cerril y a un público adocenado y conformista. “El autor que no es artista – decía – se dirige al público existente; el autor que es realmente artista tiene que hacerse con un público que no existe aún”. Esa fue su poética y ese fue su calvario. Jardiel murió el 18 de febrero de 1952, enfermo, agotado y loco. Alfonso Sastre escribió: “Era un poderoso islote de talento e ingenio en continua y heroica pugna con la mediocridad ambiental; una lucha desigual, salvaje, que acabó destruyéndole”.

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