Manuel Fuster, pintor de estados de ánimo
Murió con la plumilla en la mano y una obra inmensa por concluir
Manolo Fuster (Meliana, Valencia, 1946) y yo nacimos en una sociedad cálida que encontraba su sentido vital jugando a llargues en la calle, cenando bajo una higuera e inventado utopías necesarias. La edad nos hizo crecer cada cual a su manera y amplió nuestros horizontes vitales. En el camino siempre encontramos algún oasis de fértil conversación.
Aprendimos a golpes que las apasionadas ideas de juventud solo viven en la memoria, pero ésta es, sin duda, la institución social más sólida y duradera. “Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”, aseguraba Valle-Inclán. Incrédulos ante la herrumbre que impone el paso del tiempo, nos esforzamos en encontrar significados diferentes a los que nos legaba la tradición, y, con ello, asumimos que el pasado era otro país, y el futuro, un presente aplazado. Poco a poco descubrimos que la revolución se escribía con minúsculas y se concretaba en placeres discretos y esperanzas minimalistas.
Dibujar o escribir han sido nuestras educadas maneras de rediseñar unas biografías que se escapaban entre los pliegues de la edad. La expresión artística es, al fin y al cabo, un espacio de intimidad y de autonomía irrenunciable, tan difícil de obtener en otros aspectos de la vida.
Manolo Fuster murió en su pueblo natal el pasado 17 de mayo, con la plumilla en la mano y una obra inmensa por concluir. Su herencia está en aquel paisaje sentimental que se difumina y que el artista fijó para el porvenir. En los sueños de los amantes cuyas manos no se encuentran y que él dibujó como nadie. En las paredes de una Habana íntima que lo enamoraba y rebelaba a partes iguales.
El artista romántico suele buscar finalidades mayúsculas en la creación personal. Manolo, descreído de toda trascendencia, sabía que la salvación yacía en el fondo del tintero, donde él aspiraba la belleza con paciencia benedictina y precisión calvinista. La vida, como la felicidad, es fragmentaria, fugaz y poco estándar. Y cada cual la inmortaliza en la medida de sus actitudes y habilidades. Por eso, Manolo, en su estudio de Meliana, de Dénia o de La Habana, dibujaba estados de ánimo que solo podemos descifrar desde la intransferible complicidad.
Ya es demasiado tarde para casi todo. Pero su amistad es la memoria de un esfuerzo tenaz, un dominio prodigioso de la técnica y, sobre todo, una mirada tan cálida como aquella sociedad que tampoco volverá. Todo esto lo evoco en el corazón de la huerta de Valencia, mientras contemplo los cuadros de Manolo. Gracies per tant, Manolo.
Toni Mollà es sociólogo.
Babelia
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