Patrice Chéreau y la escena: la honestidad de un grande
De todos los grandes que he tenido la suerte de cruzarme en el camino, el más descarnadamente honesto ha sido Patrice Chéreau
La vida que he vivido hasta ahora me ha llevado a conocer a algunos artistas de los que llamamos “grandes”. Probablemente de todos los grandes que he tenido la suerte de cruzarme en el camino, el más descarnadamente honesto ha sido Patrice Chéreau.
Creo que fue en el año 1993 —no tengo tiempo de cerciorarme y tampoco importa demasiado—, aprovechando la tregua bélica de Navidades. Patrice y yo nos fuimos a Sarajevo un 29 de diciembre. Queríamos conocer de cerca esa guerra salvaje que parecía surgir de tiempos arcanos. Queríamos comprender y estar con los habitantes de esa ciudad tan humillada. Habíamos llevado una copia de una película de Disney subtitulada en serbocroata y salíamos de un cine, que se tenía en pie casi por milagro, hasta donde los cascos azules habían llevado grupos de niños que durante un rato, el que duraba la luz del generador militar, podían ser felices y sacarse de encima la inmensa tristeza que respiraban a todas horas. Era casi oscuro, caminábamos cerca de la pared y en zig-zag para evitar el riesgo los francotiradores cuando Patrice se paró, sacó una libreta del bolsillo y empezó a tomar notas. Yo también debería escribir un diario, pensé. Hay cosas, como las caras de felicidad de esos niños, que uno debería no olvidar nunca. Se lo dije. Me miró entre perplejo y culpable: “No tiene nada que ver con esto”, me contestó. “Se me acaba de ocurrir una solución para una escena del Don Giovanni que tengo que reponer este año en Salzburgo. Lo que se me ha ocurrido es más liviano que lo que hice el año pasado, es una solución más ligera y creo que es más mía”.
Seguramente en esa frase, que he recordado y le he recordado muchas veces, hay una síntesis del gran artista que era Patrice Chéreau y de su búsqueda incansable en el momento de contar una historia en el teatro, en la ópera o en el cine, tres disciplinas en las que fue un grande. Búsqueda dolorosa para él y luminosa para todos sus espectadores. Chéreau persiguió toda su vida esa liviandad. Nacido bajo el signo de Tauro, se sabía agarrado a la tierra y buscaba el aire para volar, para que las ideas que surgieran de su extraordinaria inteligencia pudieran circular sin peso, con la libertad que le alejaría de la pedantería y del sectarismo. Hijo de pintores, amaba el aire limpio de Velázquez y de Vermeer, la elegancia y la aparente sencillez de una naturaleza muerta de Juan Gris.
“C’est plus léger”, había dicho esa noche en Sarajevo, pero también “je crois que celà m’appartient plus”. Chéreau, como todos los grandes intérpretes, no explicó nunca nada que no le perteneciera, que no pudiera hacerse íntimamente suyo. Tal vez porque, como decía, “me parece que no sé mentir”.
Patrice y yo fuimos a Sarajevo un 29 de diciembre para conocer la guerra
En cualquier caso sabía desde el principio, porque empezó y brilló desde muy joven, que uno elige este oficio para acercarse un poco más a la verdad y poder contarla. Transitó por todos los caminos por los que transitaron sus personajes. Les acompañó buscando en su propia carne los repliegues más escondidos del ser humano, sus miserias y sus grandezas, iluminando esas zonas ocultas del alma donde todos nos sentimos inseguros, frágiles, pero que forman parte de la raíz de nuestra naturaleza. Se acercó con conocimiento, profundidad y amor a los grandes creadores, Shakespeare, Mozart, Wagner, Genet, Koltès... A todos ellos sirvió de espejo con su carne y con su espíritu. Su timidez, casi enfermiza, la transformó durante toda su vida en coraje y en desafío vehemente cuando se trataba de usar la ficción, es decir la mentira inteligente y consensuada para explicar una verdad más grande, la verdad de cada poeta, de cada creador, esas verdades que casi siempre duelen pero cuyo conocimiento nos hace más ricos y más grandes.
Tuve la suerte de llevarle a Sevilla por primera vez. Se enamoró de la ciudad y de sus gentes y en los últimos tiempos allí pasaba gran parte del año. “Là bas je me sents plus léger”, repetía como un mantra. La última vez que estuvo en Barcelona fue con motivo de las representaciones de La nuit juste avant les forets, de su amigo y cómplice Koltès en el Lliure. Estuvimos juntos unas pocas horas hablando con la paz que proporciona un sentimiento de amistad mutua no empañada ni siquiera por el tiempo.
Me contó su enfermedad. Por la noche, en el ensayo, me di cuenta de que el protagonista de Koltès no estaba en unos baños públicos, lugar donde parece transcurrir la acción, sino en la cama de un hospital. La obra estaba llena de la poesía de Koltès y de la de Patrice, ambas se sumaban para ofrecerle al espectador un pedazo de verdad más verdadero que la propia vida. Le miré con una profunda admiración. Me sonrió con sus hermosos ojos azules y me dijo muy bajito. “No podía mentir, lo entiendes, ¿no? Mientras se me hacía un nudo en la garganta traté de reprimir una lágrima inconveniente acordándome de los versos de otro gran poeta: “Hablo de la muerte, y además me estoy muriendo”. No se puede ser más honesto.
Babelia
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