Desde el umbral de dos épocas
La versión de Ernesto Caballero de las 'Comedias Bárbaras', es asequible, inteligente y sintética
Una versión asequible, inteligente y sintética de una obra magna. Ernesto Caballero acrisola las Comedias bárbaras en un espectáculo concebido para el gran público, pero que también interesará sobremanera a los conocedores de la obra valleinclaniana. Montenegro empieza, sorpresa, por Romance de lobos, última pieza de la trilogía, que su director interrumpe en un momento álgido (cuando su protagonista se embarca en medio de una tempestad para dar a su esposa la despedida postrera) para presentar los sucesos de Cara de Plata y Águila de blasón como una rememoración de don Juan Manuel, en un trance que simboliza el cruce de la laguna Estigia.
Este bien urdido artificio permite a Caballero recortar las líneas de acción paralelas, especialmente de las dos primeras piezas de la trilogía (presentadas aquí como centro de retablo), y dejar en su esplendor desnudo el eje colosal del conflicto del hidalgo vinculero con sus seis hijos y de todos ellos con la plebe. Su puesta en escena está dominada por un puente de tres ojos (las tres Comedias), cuyo bloqueo continuado simboliza el infructuoso intento de don Juan Manuel y sus hijos por mantener sus privilegios ante el advenimiento de una época en la que los de su casta serán desplazados por una casta nueva, para que todo cambie pero no demasiado.
Ramón Barea tiene el porte, la energía y el vigor dramático de Montenegro, pero no su pathos, todavía
El espectáculo, poderoso por instantes, se erige sobre pocos medios materiales, puestos a favor del viento: el caballo del que don Miguelito es centauro, los bueyes a los que impide el paso, los perros que don Pedrito arroja contra Liberata, todos tienen cuerpo y atisbo de alma en escena, encarnados por espléndidos actores jóvenes. Este recurso y la reverberación electrónica que se imprime a las voces de Sabelita y de Fuso Negro, en una escena de irreal carnalidad espléndidamente leída, están muy en el concepto de espectáculo cinematográfico wagneriano con que Valle-Inclán concibió estas Comedias. Hay, en cambio, un abuso de la música como fondo y sostén de los diálogos, que se hace patente en el último tramo, cuando Montenegro, despojado ya de su hacienda, se topa mientras vaga cual rey Lear con ese trasunto del pobre Tom en el que acaba convirtiéndose Fuso Negro. El subrayado musical sobra también en el magnífico monólogo donde el protagonista, arengando a la hueste menesterosa y poniéndose a su frente, evoca la olvidada revolución triunfante de los Irmandiños y las de las hermandades castellanas.
Otro pero subsanable: falta en el final el enfrentamiento a muerte entre Don Mauro y el Pobre de San Lázaro, que rompe la pasividad de los de su clase para sellar con sangre su alianza con el hidalgo. Ramón Barea tiene el porte, la energía y el vigor dramático de Montenegro, pero no su pathos, todavía. La Sabelita de Rebeca Matellán es un cruce exacto de libido e ingenuidad; el Abad de Lantañón, un trueno, encarnado por Alfonso Torregrosa, y la Pichona de Ester Bellver, una odalisca impúdica y encantadora. Fulgurante, en su brevedad, la Rosalva de Marta Gómez, que se multiplica atinadamente en papeles mil.
Babelia
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