Mitos del futuro agónico
J. G. Ballard amplió la ciencia ficción tomando la Tierra como el planeta más extraño de todos RBA publica ahora los 'Cuentos completos' del autor de 'Crash' Lee en exclusiva los relatos inéditos 'El mensajero de Marte' y 'Guía para una muerte virtual'
Dijo que el único futuro que le interesaba eran los próximos cinco minutos. Añadió que ese futuro sería esencialmente aburrido. Y, también, que el verdadero territorio a explorar por la ciencia ficción no era el espacio exterior, sino el espacio interior. Y que el único planeta verdaderamente extraño era la Tierra. En esas tres ideas radicales se sintetiza la ruptura que, a principios de los años sesenta, marcó la irrupción de James Graham Ballard en el contexto de un género literario hasta entonces dominado por la fascinación tecnológica y un imaginario nutrido por las posibilidades de la carrera espacial. Frente a la herencia de H. G. Wells, al que Ballard consideró “una influencia desastrosa en el curso que tomó la ciencia ficción”, las creaciones de este escritor británico nacido en Shanghái rechazaron abiertamente las corrientes dominantes para proponer una modulación abstracta del género: una poética propia de espacios desérticos, hoteles vacíos, figuras obsesivas imantadas por la catástrofe, perversas conjunciones de sexualidad y tecnología y, también, astronautas muertos y espacios emblemáticos como Cabo Cañaveral reciclados como ruinas de un sueño incumplido.
“Me gustaría ver más ideas psicoliterarias, más conceptos metabiológicos y metaquímicos, sistemas temporales privados, psicologías y espacio-tiempo sintéticos, más de esos semimundos sombríos que se vislumbran en la pintura de los esquizofrénicos; en resumen, una poesía y una fantasía de la ciencia completamente especulativas”, escribió J. G. Ballard en su influyente ensayo ¿Por dónde se va al espacio interior?, publicado en 1962 en la revista New Worlds, manifiesto pionero de la new wave que acabaría tomando posesión de la histórica cabecera cuando Michael Moorcock asumió la dirección de la publicación en 1964. “La primera historia verdadera de ciencia ficción, y que yo me propongo escribir si nadie más lo hace, es sobre un hombre con amnesia que está acostado en la playa y mira una rueda oxidada de bicicleta, mientras trata de descubrir la esencia absoluta de la relación que hay entre ambos. Si esto suena insólito y abstracto, tanto mejor, puesto que a la ciencia ficción le hace falta una buena dosis de experimentación; y, si suena aburrido, pues por lo menos será un nuevo tipo de aburrimiento”, concluía el escritor.
Ese relato de una ciencia ficción posible que proponía Ballard, la vanguardia de un género que necesitaba prescindir de criaturas alienígenas y héroes en traje aeroespacial, no era una boutade y, de hecho, pudo tener su materialización en La playa terminal, un texto de 1964 donde el ballardiano de pro puede detectar la semilla que germinará en el libro más provocador y experimental de su autor, La exhibición de atrocidades (1969), obra resistente a toda clasificación que bien puede interpretarse como colección de novelas atomizadas o de relatos fracturados. Dos de las piezas de ese libro —‘El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera automovilística cuesta abajo’ y ‘Por qué quiero follarme a Ronald Reagan’—, grandes picos de agresividad en el nunca complaciente ni cómodo corpus del autor, se incluyen en el contundente volumen de los Cuentos completos de Ballard que, con traducción de Manuel Manzano y Rafael González del Solar, acaba de editar RBA: el lector se encuentra, pues, ante la postergada edición española del libro que apareció en el mercado anglosajón en 2001 y que en 2006 fue reeditado en dos volúmenes. La pieza que faltaba, después de que Berenice publicase en 2008 una excelente edición de Fiebre de guerra, para que toda la ficción del autor de Crash (1973) estuviese vertida al castellano: no exactamente una integral de todos sus relatos, sino una selección cronológica avalada por el propio autor que permite seguir la evolución de su identidad estética, conformando una suerte de autobiografía subterránea del estilo Ballard.
Pantalla Ballard
"La enfermedad es el acto de amor de dos criaturas extrañas, incluso la muerte es un acto erótico", decía un personaje en Vinieron de dentro de… (1975), primera película de David Cronenberg, en la que algunos quisieron ver una adaptación inconfesa del Rascacielos (1975) de Ballard. La frase, de hecho, podría ser suya. Era casi inevitable que el director canadiense acabase firmando la mejor adaptación posible de un libro tan imposible de adaptar como Crash (1973), que, bajo su forma cinematográfica, siguió extendiendo su condición de agente provocador desde su puesta de largo en Cannes.
La obra de Ballard no ha sido muy cortejada por el cine, pero puede presumir de moverse entre dos grandes extremos: por un lado, la superproducción a lo David Lean dirigida por Steven Spielberg (El imperio del sol, 1987); por otro, películas tan oscuras y radicales como The Atrocity Exhibition (2001) de Jonathan Weiss o rarezas con tanto conocimiento de causa de las fuentes originales como Apareilho Voador A Baixa Altitude (2002), la adaptación que la noruega Solveig Nordlund rodó en Portugal de Avioneta en vuelo rasante, uno de los mejores relatos del escritor. Tras años de insistentes rumores sobre una adaptación de Rascacielos firmada por Vincenzo Natali, la noticia de que Ben Wheatley, director de Turistas (2012), podría hacerse cargo del proyecto ha sido recibida con justificable entusiasmo por la comunidad ballardiana.
“Los cuentos siempre han sido importantes para mí. Me gusta su cualidad instantánea, su capacidad para centrarse con intensidad en un único tema. También son una forma útil de ensayar las ideas que más tarde se desarrollarán en una novela”, escribía Ballard en la introducción al caudaloso volumen. Así, este Cuentos completos encierra, en buena medida, todo Ballard, pero es preciso añadir que hay Ballards posibles que solo se manifiestan aquí, que cristalizaron en relatos perfectos que luego no necesariamente germinarían en forma de novelas: El último mundo del señor Goddard, El señor F. es el señor F., El jardín del tiempo o El Leonardo perdido son algunas de las piezas que muestran esas facetas inéditas. Estimulantes tentativas en caminos abandonados de un escritor que parecía tener tan claro el carácter programático de su misión personal —de ruptura y ampliación de horizontes—, dentro de un género demasiado reticente a explorar sus posibilidades más extremas, que el relato que abre el volumen, ‘Prima Belladonna’, publicado en 1956, ya esboza todo el potencial de lo ballardiano, tanto en su imaginario —más propio de una pintura surrealista que de la cubierta de una revista pulp— como en su tono gélido, sofisticado, elegante y siempre recorrido por una fina veta de humor. También sorprende comprobar hasta qué punto el último relato incluido, ‘Informe desde un planeta oscuro’, de 1992, recapitula en tan solo tres páginas todas las líneas rectoras de su corpus narrativo.
Cuando, en 1984, J. G. Ballard escribió su novela autobiográfica El imperio del sol, que partía de sus experiencias de infancia en el campo de prisioneros de Lunghua, en el Shanghái ocupado por las tropas japonesas, sus fieles lectores tuvieron ocasión de descubrir el yacimiento vivencial en el que se habían forjado algunas imágenes recurrentes de su obra literaria, así como algunas de sus constantes temáticas: entre ellas, la seducción por la catástrofe y una pulsión de muerte entendida como el único camino para entender algo profundo sobre uno mismo. “Entonces, a los 16 años, descubrí a Freud y los surrealistas, una andanada de bombas que cayó delante de mí y destruyó todos los puentes que dudaba en cruzar”, escribía Ballard en las páginas de Milagros de vida (2008), su única autobiografía pura, pues tanto El imperio del sol como la descarnada La bondad de las mujeres (1991) fueron reelaboraciones de su trayectoria personal en clave de ficción. Es imposible entender del todo a Ballard sin tener en cuenta esa infancia supuestamente traumática, que su subjetividad recicló como experiencia liberadora: “Puede que el campo de Lunghua fuera una especie de cárcel, pero era una cárcel en la que yo encontré la libertad”. Su llegada, tras la Segunda Guerra Mundial, a un Reino Unido gris y desmoralizado (“al mirar a los ingleses que me rodeaban resultaba imposible creer que hubieran ganado la guerra”) supuso una suerte de caída en una realidad degradada de la que le rescataría el epifánico descubrimiento del psicoanálisis y el surrealismo: una revelación psicoactiva que le convertiría de una vez para siempre en militante del poder liberador de la imaginación. El pequeño Jim del campo de Lunghua es, pues, una premonición del característico personaje ballardiano: un individuo que encontrará en lo que otros llamarían infierno una puerta a las inagotables posibilidades del espacio interior; un astronauta inmerso en el cosmos de su propia subjetividad.
En la introducción a sus Cuentos completos, Ballard menciona a Borges, Ray Bradbury y Edgar Allan Poe como maestros del relato breve. El lector puede encontrar ecos de todos ellos en este volumen de cerca de 1.300 páginas, pero también de Franz Kafka, de quien afirmó que bien podría ser el escritor más importante del siglo XX: “Describe el destino del hombre aislado y rodeado de una burocracia impenetrable y vasta, que empieza a aceptarse a sí mismo según las condiciones que la burocracia le impone”. Lo más relevante, con todo, es asistir a la construcción de una voz propia, que afirmó su identidad con admirable prontitud: ‘Las voces del tiempo’, duodécima pieza incluida en el volumen, publicada originalmente en 1960, es, quizá, la primera pieza mayor entre la narrativa breve de Ballard. También se entiende a la perfección el buen número de complicidades que encontró el escritor en el ámbito latino, empezando por Francisco Porrúa, su primer editor en nuestra lengua al frente de la histórica Minotauro: Cristina Peri Rossi, Rodrigo Fresán, Marcial Souto o Marcelo Cohen vieron en él a una suerte de hermano en la distancia, cuyas claves estaban a menudo más cerca de la gran literatura fantástica latinoamericana que de la a menudo fatua espectacularidad de un género poblado por esos seres de otros mundos y esas hipérboles tecnológicas a las que él solo aludió como formas espectrales, fantasmas de un futuro nonato o posibles puertas de una trascendencia que siempre pasaba por la autodestrucción.
Con ‘El imperio del sol’, los lectores descubrieron el yacimiento vivencial de su interés por la catástrofe y la pulsión de muerte
En algunos de sus primeros relatos, Ballard diseñó el espacio utópico de Vermillion Sands, la república independiente de su ficción, una suerte de decadentista ciudad balneario en perpetuo crepúsculo, habitada por sonámbulos del ocio —artistas, psiquiatras y otros diletantes— que encontraban en las ficciones —o en su degustación contemplativa— una manera de canalizar sus deseos inconscientes. Un paisaje, en suma, homologable al fotograma de una película de Antonioni, al misterioso hotel de El año pasado en Marienbad (1961) —uno de los grandes referentes ballardianos en su condición de representación ritual de un hecho traumático, una constante de la mayoría de piezas de La exhibición de atrocidades—, a las playas oníricas de un cuadro de Yves Tanguy o a los inquietantes espacios de Paul Delvaux. Vermillion Sands acabaría siendo el título de una de las recopilaciones de relatos de Ballard dominadas por un tema y una atmósfera unitarios: la imagen del territorio donde Ballard quisiera vivir a perpetuidad, su paraíso privado, la forma dulce de las distopias cotidianas que dominarán su último ciclo de novelas —el que se abre con la nouvelle Furia feroz (1988)—, donde el escritor ya pudo liberarse por completo de la ciencia ficción para seguir hablando de lo mismo. En esas últimas novelas pobladas de comunidades cerradas, entornos residenciales, urbanizaciones para profesionales liberales, parques tecnológicos y centros comerciales, Ballard pudo hablar, en afortunada expresión de Rodrigo Fresán, del futuro derrumbándose sobre nuestro presente, con la violencia extrema y la perversión sexual como herramientas para activar a una humanidad adormecida. Entre un extremo y otro, los personajes de Ballard se dejaron absorber por el fulgor de la catástrofe, en su inaugural ciclo de novelas apocalípticas que revirtieron la tradicional polaridad del subgénero, encontraron en la lógica implacable de la civilización la puerta de un neoprimitivismo o ensayaron inéditas perversiones sexuales a través de la conjunción entre la tecnología, lo mediático, lo arquitectónico y lo orgánico. Leer en orden cronológico la mayor parte de sus relatos proporciona una hoja de ruta alternativa para seguir esa misma evolución.
Como en sus novelas, todo relato ballardiano se abre con una frase enigmática que sitúa al lector en una suerte de limbo temporal y determina el tono en el que se irá desarrollando, de forma lenta e inexorable, su trama: “Más tarde, Powers pensó a menudo en Whitby, y en los extraños surcos que el biólogo había dibujado, aparentemente al azar, por todo el suelo de la piscina vacía” (Las voces del tiempo). El lector iniciado no espera giros imprevistos, ni sorpresas finales: el cuento ballardiano se rige por una lógica uniforme que culmina en una frase final que marca el proceso inevitable de una autodestrucción que es, asimismo, la disolución de una identidad y una forma de trascendencia, pero que el autor siempre supo dotar de resonancias nuevas, desencadenando un efecto poético que resuena como un eco obsesivo una vez concluida la lectura. El controladísimo estilo de Ballard puede hacer pensar, en ocasiones, en el zumbido uniforme y desquiciante que escuchaban los personajes de El huevo de la serpiente (1977) de Bergman, pero, en ocasiones, su talento descriptivo se desborda en auténticas explosiones de prosa sensorial (“Espectros graciosos y cubiertos de plumas, como llamativos ángeles, cuyo plumaje carmesí goteaba sus deslumbrantes tintes en el aire”. Cargamento de sueños).
Ballard quizá reprimió la vena experimental de La exhibición de atrocidades en sus novelas escritas tras El imperio del sol, pero siguió explotándola en sus relatos breves, alcanzando cumbres como Respuestas a un cuestionario (1985) —integrado tan solo por las respuestas a cien preguntas omitidas— o Guía para una muerte virtual (1992), donde la programación de una sola jornada televisiva acaba aportando las suficientes pistas sobre la destrucción de toda la humanidad. Era, sin duda, necesaria esta edición de sus Cuentos completos, generoso testimonio de un talento único e irrepetible, que transformó la piel de la ciencia ficción para convertirla en la mejor herramienta para abordar la autopsia de nuestro futuro sobre el cadáver de nuestro presente.
Cuentos completos. J. G. Ballard. Traducción de Manuel Manzano y Rafael González del Solar. RBA. Barcelona, 2013. 1.280 páginas. 35 euros.
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