Los gigantes siempre están hambrientos
La venta de Alfaguara a Penguin Random House ha removido una parte de mi historia personal Cátedra acaba de publicar el estupendo 'Las cartas de La Pirenaica. Memorias del antifranquismo'
Tuve el privilegio de trabajar en Alfaguara en una época de cambios cruciales en la edición española, cuando ya estaban en marcha en nuestro país los procesos de concentración que se habían iniciado a mediados de los ochenta en los centros mundiales de las industrias de contenidos. No fue una época fácil para los editores: los anticipos se disparaban; el agente literario se había convertido —y con razón— en el tercer miembro de un mènage que venía a poner punto final al ventajoso idilio (para el primero) entre el editor y el autor; los autores —que habían descubierto las posibilidades del mercado— abandonaban su anterior sedentarismo editorial por un transfuguismo refractario a establecer fidelidades incondicionales; el editor —más allá de los mitos de una imaginaria edad de oro en que podía publicar lo que le apetecía— debía someterse al implacable juicio de la cuenta de resultados y al diktat de planes estratégicos en cuya confección tenía voz, pero tan escaso voto que acabó por refugiarse en la mudez; los incipientes departamentos de mercadotecnia comenzaban a revelar el nuevo rostro del poder editorial, mientras la progresión geométrica en la producción de títulos (17.727 en 1975; 30.127 en 1982; 50.644 en 1992) imponía una especie de darwinismo libresco en el que los más débiles en términos de ventas debían dejar paso rápidamente en las mesas de novedades a los más fuertes: los bestsellers. En medio de esa frenética rotación, el fondo editorial, antigua razón del prestigio de los sellos, se esfumaba ante nuestros ojos, al tiempo que los nuevos managersque aterrizaban en la edición procedentes de otros sectores (conocí a uno que provenía de una compañía famosa por sus bayetas) traían consigo un nueva noción del éxito que podría formularse así: tanto vendes, tanto vales. No, no fue una época fácil, pero si vuelvo la vista atrás, no creo que nunca me haya sentido profesionalmente tan vivo como entonces, tan estimulado por los autores, tan atento a todo lo nuevo que se publicaba aquí y allá, tan dispuesto a creer en el futuro de la edición “cultural”, cualquier cosa que eso signifique. Sí: por todo eso (aunque no solo) la venta de Alfaguara a Penguin Random House, no por esperada menos sorprendente, ha removido una parte aún muy presente —a pesar de los sucesivos avatares del sello— de mi historia personal. Lo otro también me importa, claro. La venta de uno de los más prestigiosos sellos literarios del mundo hispánico deja la parte mollar del mercado de la ficción en los países hispanohablantes en manos del duopolio Planeta / Penguin Random House: dos grupos —ambos reestructurados recientemente con vistas a sucesivas adquisiciones— propietarios en bloque de ochenta y tantos logos editoriales, y que van a controlar, como mínimo (extrapolo datos de 2012, que incluyen los de Alfaguara), el 80 % de los títulos más vendidos y de los autores más leídos. Sí, ya sé que hay tejido editorial suficiente: quedan los grupos del segundo escalón, las editoriales independientes medianas y la pléyade de pequeñas y diminutas, pero pásense por las librerías y comprobarán que la presencia de esos ochenta y tantos sellos resguardados bajo los dos más grandes paraguas empresariales de la edición es absolutamente apabullante, sobre todo en el caso de la ficción, que sigue siendo la reina del negocio. En fin, eso es lo que hay. Ahora a ver quién mueve ficha, porque no crean que la partida se ha acabado y que Gargantúa y Pantagruel han calmado su hambre.
Mediano
La otra tarde, mientras asistía al desembarco en el Casino de Madrid de la nueva dirección de La Vanguardia de la mano del grupo RBA (con el calculado pretexto de presentar España en el diván, del periodista Enric Juliana), me dio por preguntarme por algunos de quienes se ocupaban hasta hace poco de la línea editorial de la compañía de Ricardo Rodrigo, tan bienquista por la burguesía nacionalista catalana y su Govern. El anterior director editorial, Joaquim Palau, que antes controlaba bastante bien el conjunto, se ocupa ahora de la Fundación RBA, aunque sigue negociando los llamados libros de “personalidades”; y la antigua estrella ascendente y artífice de algunos de los mayores éxitos del grupo (incluida la colección de “novela negra” y su goloso premio), la canadiense Anik Lapointe, ha sido contratada por la muy sagaz, hábil y discreta Sigrid Kraus para Salamandra, uno de los pocos sellos independientes que siempre consigue colar un título entre los superventas del medidor Nielsen. De modo que, salvo el esforzado Manel Martos, que dirige la glamorosa, pero poco explosiva y previsible Gredos casi desde su casa, el antiguo plantel editorial de RBA parece inmerso en otras batallas, al tiempo que los títulos de ficción del grupo se han reducido al mínimo o han desaparecido (como la muy prometedora colección de “literatura fantástica”) al abrigo de una implacable política de ahorro y tentetieso (despidos incluidos). En cuanto al acto referido, en el que, finalmente, Montserrat Domínguez —sin duda, lo mejor de la velada— consiguió arrancar a Màrius Carol y Enric Juliana algunas respuestas acerca del “factor K” (¿lo adivinan?: Catalunya), debo aclarar que, tras la insistencia del primero en que la vocación de su periódico es la de “circular por el carril de la centralidad” (lo que se me antojó un reconocimiento implícito de que últimamente no lo hacía), y las aseveraciones del segundo acerca de que la posible reforma de la Constitución podría ser auspiciada “por Europa”, todos los presentes nos dimos por enterados de que, en el fondo, el importante libro de Juliana había sido lo de menos.
Interferencias
Hubo una vez un país lejano en el que la gente escuchaba la radio bajo de una manta por miedo a que los vecinos se enteraran del delito que estaban cometiendo. Lo hacían cada noche, sin importarles la siniestra sinfonía de estridores, crepitaciones eléctricas y repentinos trompetazos con los que un alucinante Servicio de Interferencia Radiada, dirigido por un militar, intentaba acallar el mensaje de las ondas. La radio era “La Pirenaica” (Radio España Independiente, 1941-1977), una emisora del Partido Comunista fundada en Moscú, y que jamás estuvo ubicada en los Pirineos, como trataba de hacer creer el mito que la imaginaba muy cerca del país amordazado y hecho polvo. Ahora, seis años después de la publicación del excelente libro de Luis Zaragoza Fernández Radio Pirenaica, la voz de la esperanza antifranquista (Marcial Pons), Cátedra acaba de publicar Las cartas de La Pirenaica. Memorias del antifranquismo, de Armand Balsebre y Rosario Fontova, un estupendo estudio centrado en los contenidos de los miles de cartas (conservadas en el archivo del PCE) que desde España (a veces desde la cárcel) y los países de la emigración llegaban a la emisora para que fueran leídas en el programa “Correo de la Pirenaica”, y en las que los corresponsales relataban sus reivindicaciones, experiencias, dramas y anhelos de libertad. Una impresionante y olvidada muestra de la resistencia popular a la Dictadura y un implacable testimonio de memoria histórica.
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