Olor a cine social del siglo XXI
‘Dos días, una noche’ huele a cine de guerrilla en tiempos de despidos Marion Cotillard lleva el nervio por dentro y la calma por fuera
Pocas cosas mejores que el olor del cine por la mañana. Y, al filo de las ocho y media, cuando miles de periodistas y críticos se dirigen hacia la primera película del día y suben las escaleras del Grand Théâtre Lumière de Cannes, el cine se huele, aunque sea entre ojeras y legañas por el madrugón y la tralla de los días anteriores.
La jornada comenzó con el nuevo asalto de los hermanos Dardenne a la Palma de Oro. Los belgas, competidores natos, siempre vienen a morder, como ya hicieron con sendos triunfos en 1999, con Rosetta, y 2005, con El niño. Y esta vez lo hacen con un artefacto de exquisita sensatez narrativa y estremecedor poder para remover conciencias: Dos días, una noche, película que huele a cine de guerrilla, de combate, sobre todo en estos tiempos de crisis económica y despidos laborales masivos. El planteamiento, maquiavélico, está por desgracia a la orden del día en pequeñas y grandes empresas: dejar en manos de sus empleados ciertas decisiones, por ejemplo si se revoca el despido de una persona del grupo, a cambio de renunciar al plus que corresponde a los demás. Dividir para vencer.
La dignidad se vende a 1.000 euros. Según el planteamiento de los Dardenne, esa es la cantidad que separa la solidaridad del individualismo, el apego de la sinrazón, el dolor de la rabia. Y la mujer, esposa, madre y trabajadora, tiene un fin de semana para intentar convencer a la mitad más uno de 17 de los suyos. ¿Los suyos? ¿Existe eso realmente? Pero estos artistas del cine social europeo pueden ser muchas cosas excepto maniqueos. Ellos plantean; si se quiere, incluso escupen ideas a la cara, situaciones con las que identificarse. Pero nunca juzgan. Y aquí cada trabajador encuentra sus razones para apoyar o denegar la cuestión, y todas pueden llegar a ser loables, comprensibles. Si unas lo son más que otras queda en la mente, en la conciencia, y en las tripas del espectador.
El filme de Zhang Yimou huele a sus primeras obras sin alcanzar su calidad
Marion Cotillard, que tiene aura de estrella incluso con la cara lavada, coleta, vaqueros y camiseta de andar por casa, guía a esta mujer con credibilidad máxima, rebosantes recursos y, precisamente una de las novedades de la película, una gran calma. Así, como el personaje lleva el nervio y el enquistamiento por dentro, y la calma y la personalidad por fuera, los directores se aplican con una puesta en escena a la altura dramática de su criatura y mantienen su cámara más tranquila de lo habitual, sin esos personalísimos planos temblorosos en la espalda de sus heroínas, aportando equilibrio a un conjunto que es gran cine del siglo XXI, el de la crisis y el derribo, el que puede ayudar a entender muchas cosas.
Y si hablamos de actitudes maquiavélicas y nos adentramos en los años de la Revolución Cultural China ya nos podemos dar directamente con una piedra en la cabeza. Porque hasta allí ha vuelto Zhang Yimou con la segunda película de la jornada, El regreso a casa: un trabajo cercano a buena parte de los de sus inicios en esto de cosechar premios en festivales (Qui Ju, una mujer china y, sobre todo, ¡Vivir!), y en la línea de ese punto de giro que supuso la preciosa Amor bajo el espino blanco (2010) en esta última, y vacua a pesar de su grandilocuencia, etapa de su filmografía. Yimou, que hace dos décadas coleccionaba galardones festivaleros, sobre todo Berlín y Venecia, no tiene la Palma de Oro de Cannes. Y este año, de hecho, y quizá para confirmar un cierto decaimiento artístico, tampoco la logrará porque viene fuera de concurso.
Naomi Kawase deslumbra a ratos con su cine místico y envolvente
Una vez más, Yimou habla de política lo justo, para centrarse en las consecuencias; esta vez la relación rota de un matrimonio por culpa de la depuración. El regreso a casa, además de por la presencia de su otrora musa, Gong Li, huele a sus primeras obras, sin alcanzar la calidad de aquellas, pero sobre todo a dolor. Y la mirada de una envejecida Li, perdida a causa de la amnesia, no es más que una metáfora del olvido socio-político del país.
Por último, la tercera película del día en la sección oficial fue Aguas tranquilas, de Naomi Kawase, esta sí a competición, con parte en su capital del español Lluís Miñarro, que ya pilló un trocito de la Palma de Oro para Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas en 2010. Relato iniciático sobre el primer acercamiento al amor y a la muerte de un par de adolescentes, y de un simbolismo críptico que a veces agota, Aguas tranquilas contiene, eso sí, un torrente de imágenes de exultante espiritualidad, allí donde la tierra y los cuerpos se funden para siempre. Kawase deslumbra a ratos con su cine envolvente y místico que apela a los cinco sentidos, pero casi convierte la complejidad de El bosque del luto (2007) en una película fácilmente asimilable en comparación con su nueva obra.
Babelia
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