Dulces noches, años ochenta
Carmen Maura era un detonante en medio de aquel mundo de drogas, sexo y amas de casa histéricas, materia primigenia en la creación de Almodóvar
Cuando los huesos de Franco bajaron a la tumba Carmen Maura era todavía una galerista de arte, que exponía a pintores jóvenes muy formales, y Pedro Almodóvar era un administrativo de la compañía Telefónica, que jugaba con una cámara súper 8 y que, en vez de inmortalizar las bodas y bautizos de sus familiares en Calzada de Calatrava, niños saludando desde el columpio o las idas y venidas de un perro trayendo la pelota al amo, trataba de recomponer en el celuloide el rompecabezas de aquellas tribus urbanas, criaturas descoyuntadas de la modernidad, que poblaban las noches de Madrid poseídas por el dios Calimocho.
Carmen Maura regía la galería de arte Da Vinci, situada en la trasera del Café Gijón, y en ese tiempo era una joven dulce y embarazada, de maneras educadas, cuyos bisabuelos ya se duchaban todos los días. Su apellido te llevaba al político monárquico conservador Antonio Maura, del que era sobrina nieta. Se notaba a la legua que de niña le habían enseñado a sentarse con las piernas muy juntas, a hacer algún postre y a utilizar la pala del pescado; por su parte había aprendido a distinguir las distintas etapas de la pintura de Tàpies. Pero se ve que se aburría. Tanto orden, tantas tardes de domingo matrimoniales acaban convirtiendo el bostezo en un explosivo. Un día aquella muchacha modosa desapareció del mundo del arte y de forma inesperada emergió en medio de una tribu urbana enloquecida, que tenía su reino en Rockola y en la discoteca Sol de la calle Jardines. En 1980 Almodóvar rodó su primera película, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, en la que Carmen Maura, que había contribuido a encontrar a un productor, se convirtió en una de las protagonistas.
Desde entonces, esta excelente actriz, pese a sus múltiples registros, su extensa filmografía y sus premios internacionales, ya no pudo librarse de estar por siempre atada a Pedro Almodóvar, el amo de llaves de aquella estética alegre y disparatada de los años ochenta. Aun en las etapas en que por achares de celos estuvieron distanciados les ligaba un lazo maldito. Era la mezcla perfecta: una aristócrata desclasada y un ácrata dinamitero.
Los huesos del dictador produjeron un fuego fatuo. De él se prendió la mecha que produjo la detonación libertaria. Una nube de libélulas con pendientes de plumas de pato en las orejas y la cresta verde en el cráneo rapado llenó la noche. La década prodigiosa fue inaugurada por un abad disfrazado de político socialista llamado Tierno Galván.
Si Dios no existe, todo está permitido, dijo Dostoievski; si Franco ha muerto, ahora mismo me pongo a bailar en Rockola con una bata guateada y unos rulos para lamerme los traumas, dijo Almodóvar. Solo le faltaba encontrar una musa que diera sentido a todo aquel disparate y estuviera como él dispuesta a ponerse el mundo por montera. La encontró en el dulce rostro de Carmen Maura lleno de ingenuos mohines y en el papel de Pepi ella desarrolló su talento todavía en agraz ante las cámaras de Almodóvar, que tampoco sabía entonces donde colocarlas. Carmen Maura era un detonante en medio de aquel mundo de drogas, sexo, tamaños de pene y amas de casa histéricas, materia primigenia en la creación de Almodóvar.
Carmen Maura, una mujer al borde del ataque de nervios, se abrió camino hacia las esferas entre travestis, suicidas, terroristas, abuelas en parente y la serpiente del paraíso
Mientras los fachas iban con cadenas y bates de béisbol imponiendo su verdad por las calles de Madrid y el golpe de Tejero aun estaba caliente, en 1983 Carmen Maura apareció en la película Entre tinieblas, en el papel de sor Perdida, del convento de Redentoras Humilladas, junto a sor Estiércol y sor Rata de Callejón, entregadas a redimir chicas descarriadas. Eran monjas de clausura que después de orinar de pie sobre las coles de la huerta del convento se metían un pico pensando en el centurión que traspasó con una lanza el costado del Nazareno.
La cuestión era echar a la basura todo el surrealismo católico de Buñuel para sustituirlo por una burla desvergonzada de la Iglesia; recrear un mundo de sofás de escay donde unas mujeres en zapatillas con una borla de lana rosa en el empeine soñaban con ser cajeras de supermercado; secuencias con colores agrios, un kitsch descalabrado de fotos de los abuelos encima del televisor. En los años ochenta había salas de fiestas para matrimonios gastados donde un gorila copulaba con una rubia de botella mientras la esposa medio dormida, junto al marido inflamado, daba cabezadas ante una fanta de limón. Se llamó la movida al ir venir de estas colmenas de abejas doradas por abrevaderos y plazoletas iniciáticas y aunque había otras chicas del montón Carmen Maura era el rostro que navegaba en aquella palangana del inconsciente colectivo, nena, tú vales mucho, de aquel famoso programa de televisión donde ella, cándida e ingenua, decía cosas cínicas llenas de dinamita. Carmen Maura, una mujer al borde del ataque de nervios, se abrió camino hacia las esferas entre travestis, suicidas, terroristas, abuelas subidas en parapente y la serpiente del paraíso que ofrecía manzanas rayadas en los lavabos del Cock. Dulces noches de los años ochenta.
Babelia
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