¡Salve, maestro!
No hace falta buscar mucho: Peter Brook (89 años) es el gran patriarca, el creador teatral de mayor influencia en la escena europea. En 1943, a los 18 años, debutó en Londres nada menos que con el Doctor Faustus de Marlowe. Poco más tarde comienza a revolucionar el teatro clásico inglés en Stratford, con cuatro montajes de Shakespeare que causan conmoción. En El espacio vacío, Brook reconoce su deuda con tres grandes maestros británicos: William Poel, Edward Gordon Craig y Harley Granville-Barker. Luego llegará Artaud, cuya savia salvaje se advirtió en sus puestas de El rey Lear (1962) y Marat-Sade (1964) para la Royal Shakespeare, y las enseñanzas espirituales del místico y filósofo ruso George Gurdjieff, como narra en sus fascinantes memorias, Hilos del tiempo.
A mediados de los sesenta, Brook es como un árbol cuyas ramas no dejan de crecer. Es muy significativo que proclame entonces su admiración por Joan Littlewood, a la que califica como “la directora más poderosa y estimulante de la escena británica”, porque, como ella, pronto se vería relegado por la oficialidad teatral del momento. En los primeros setenta, mano a mano con su fidelísima Micheline Rozan, Brook funda el International Centre of Theatre Research, una compañía itinerante de actores, bailarines y músicos con la que recorre África y Oriente Medio, absorbiendo todas las formas de teatro popular y teatro sacro: con ellos representará Orghast (1971) en el festival de Shiraz, en Irán, y La conferencia de los pájaros (1974), que en 1979 arrasará en el Festival de Aviñón y en Bouffes du Nord, el teatro parisino, casi en ruinas, en el que se afincan en 1974 y del que dejará la dirección artística, por razones de edad, en 2008.
Durante ese cuarto de siglo, los trabajos de Peter Brook y su compañía se convirtieron en hitos teatrales, en espectáculos que imperativamente había que ver y, sobre todo, en caminos a seguir. Las dos cimas indiscutibles de la década de los ochenta son La tragedia de Carmen (1981), una nueva manera de entender la ópera, esencializándola, y, desde luego, el descomunal y ambiciosísimo Mahabharata (1985), un maratón de nueve horas sobre el fundacional poema épico de la India, en el que llevaba trabajando desde los años setenta con Jean-Claude Carriére y Marie-Hélène Estienne, irreemplazables compañeros de Bouffes du Nord: nadie que asistiera al Festival de Aviñón de 1985 logrará olvidar nunca aquella integral que comenzó al atardecer del 7 de julio y acabó con las primeras luces del alba, en la cantera de Boulbon.
En los noventa, Brook aborda una Tempestad memorable; investiga el mundo de la mente con El hombre que (1993), sobre textos de Oliver Sacks, y Yo soy un fenómeno (1988), a partir de los cuadernos del neurólogo ruso Alexander Luria, y su trabajo va recordando cada vez más al de esos pintores orientales que dibujan un paisaje completo con una absoluta economía de trazos. Cada vez más sabio, luminoso y transparente, Brook elige narrar fábulas y relatos africanos, como El traje (1999), que ahora vuelve al festival Temporada Alta, o reduce Hamlet (2000), que había montado en su juventud, a una suerte de pieza de cámara de apenas hora y media. En 2010, el maestro volvió a deslumbrarnos con Tierno Bokar, con Sotigui Kouyaté, su inolvidable Próspero y, al año siguiente, con una purísima relectura de La flauta mágica de Mozart. Y, por supuesto, muchos babeamos ya ante ese El valle del asombro, su más reciente trabajo, que se estrenó la pasada primavera en Bouffes du Nord y estará en los Teatros del Canal del 23 al 26 de octubre.
"Para mí", dice Brook en Hilos del tiempo, "el teatro no es un arte sino una forma de alegría, viva y directa. Mi único objetivo es que al acabar el espectáculo, el público se sienta mejor. El teatro ha de ser como un buen restaurante o un buen acontecimiento deportivo. El teatro no es intelectual: es un fugitivo destello de vida, que nos recuerda que en el mundo nada es lineal, ni permanente, ni simple".
Babelia
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