Richard Brautigan nunca se fue
Diversas reediciones recuerdan al autor de culto de los sesenta, el 'Hemingway de la contracultura', en el 30º aniversario de su muerte
Richard Brautigan, mascota y juguete roto de la contracultura de los sesenta, es uno de esos escritores cuyo apellido se convierte en epíteto (cuando no en subgénero literario). Una reseña publicada hace décadas en el San Francisco Examiner lo exponía con claridad: "En el futuro la gente escribirá brautigans tal y como ahora se escriben novelas".
Ese futuro ya está aquí y si bien esa profecía puede resultar miope para muchos, no lo es para algunos lectores con mucha capacidad de prescripción. Este año, cuando se cumplen tres décadas exactas desde que vaciara una Magnum 44 en su cabeza, varios lanzamientos honran la memoria de uno de los autores más raros (por atípicos y excepcionales) del siglo XX. Es posible atrapar el misterio de Brautigan a través de lectores tan apasionados como los prologuistas de las reediciones que acaba de enlomar Canongate. "Combinaba una imaginación salvaje, un autocontrol zen y una melodía preciosa inspirada por la psicodélica de la Costa Oeste", explica Francis Bickmore, editor del sello británico.
El líder de la banda Pulp, Jarvis Cocker, lo considera en la introducción para Sombrero Fallout "el Hemingway de los sesenta", elogio que habría encantado al homenajeado, que no sólo acabó sus días como el autor de El viejo y el mar, sino que quiso escribir con su misma economía de recursos (aunque con más excedente de fantasía y más margen para el humor). Otro de los prologuistas, Neil Gaiman, es aún más expeditivo cuando habla del mundo del escritor animista, del niño para el que una mesa puede ser un cobertizo, una tetera sufre lo mismo que una viuda y la mayonesa es la máxima expresión de la condición humana: "Sé feliz. Desconciértate. Siéntete vivo. Lee esto". La lista de personajes célebres que reivindican su radiante peculiaridad es tan exuberante como valiosa (Haruki Murakami afirmó que leerlo fue como descubrir el Nuevo Mundo), pero la clave de su supervivencia estriba en los lectores anónimos que guardan celosamente su legado: Brautigan ha inspirado nombres de bandas, canciones, clubes de lectura internacionales e incluso nombres de pila (es célebre el caso de un hombre que en 1974 se rebautizó como La pesca de la trucha en América, título de su más exitosa novela, rescatada por Blackie Books en 2012).
La forja de su leyenda descansa en su obra, pero también en su vida: Brautigan parece un personaje de una de sus descacharrantes y melancólicas novelas. Abandonado por su padre ocho meses antes de nacer y con una madre que le cocinaba pancakes tamizando heces de rata, a los 20 años, muerto de hambre, se entregó en la comisaría de Eugene (Oregón) para poder disfrutar de comida y cama gratis, pero ante la negativa de la policía (no podían encerrarlo si no había cometido un delito) estampó una roca en la ventana del edificio. Tras treinta días de observación en el hospital del estado (donde se rodaría Alguien voló sobre el nido del cuco) le diagnosticaron paranoia, esquizofrenia y depresión, por lo que recibió doce tratamientos de electroshock ("suficientes como para iluminar un pueblo", como él mismo explicó).
Ya instalado en el San Francisco de la era beat, a Brautigan le rechazaron libros infinidad de veces. Quizás por eso, la Richard Brautigan Library aceptaba en los noventa manuscritos inéditos siempre que los autores pagasen la encuadernación. Sin embargo, supo coger la ola de los sesenta, sumándose a movimientos subculturales como el de los diggers (impulsó iniciativas como Please plant this book, colección de poemas impresos en los flancos de sacos de semillas que regalaba en las calles). Se convirtió en una estrella que giraba de campus en campus leyendo sus poemas, que ponía a su novia en las portadas y su teléfono en la solapilla para que lo llamaran las lectoras. Arruinado el suflé jipi y completada esa rampa hipomaníaca, cayó en desgracia (y en el alcoholismo), pero siguió escribiendo: sin tanto éxito, pero conservando su culto.
"Conectaba la sensibilidad de los libros infantiles, los cómics underground, la poesía del absurdo, las letras de la música pop, Mad Magazine, la ciencia ficción y lo literario…", explica el novelista Jonathan Lethem. "Todo lector debería graduarse en Amor a Brautigan durante la adolescencia". Kiko Amat saltó de alegría cuando colocó su primera novela en la misma colección de Anagrama (Contraseñas) de su ídolo: "Ningún escritor ha logrado mantener esa inocencia imperturbable durante una carrera. Lo miraba todo con ojos como platos, escribía con voz de niño y parecía decirte: todo es posible".
El editor de Anagrama, Jorge Herralde, lo leyó en 1979 y tardó pocos meses en convertirse en el primero en publicarlo en España. "Me encantó su voz tan fresca y su singular universo. Publiqué tres novelas con un club de fans tan entusiasta como escaso, así que tiré la toalla", recuerda. Aun así, desea suerte a Canongate y Blackie Books, que intentan acercar a Brautigan a nuevas generaciones. El responsable de la segunda, Jan Martí, que lanza ahora El monstruo de Hawkline, añade: "Es como uno de aquellos niños que parecen haberlo entendido todo y te lo intentan explicar con sus palabras". Todo lo que Brautigan sabía de España se lo debía a C. Card, el protagonista de Un detective en Babilonia, que había recibido un par de disparos en el trasero durante la Guerra Civil. Sin embargo, el novelista sí atracó en las Baleares a principios de los ochenta (Herralde recuerda que lo "telefoneó desde Mallorca totalmente alcoholizado").
En su último libro, el autor que dejaba páginas por la mitad, ese que insistía en que "cuando ya no quedan más palabras, siempre muere alguien", tecleó meses antes de suicidarse: "Quedan diez líneas por escribir en esta página y he decidido no usar la última. La dejaré para la vida de alguna otra persona. Espero que haga mejor uso de ella del que hubiera hecho yo. Pero de verdad: lo he intentado".
Babelia
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