Jardiel
Para Jardiel solo hubo una guerra, la de la risa frente a la realidad, y se dejó el talento en alimentar su bando, el de la risa, con cada gesto
A falta del documental que recorra con detalle el talento y la vida de Jardiel Poncela para fijarlo definitivamente entre los grandes tesoros culturales del siglo XX español, TVE emitió una entrega del programa Imprescindibles dedicada a su figura. Dirigido por Talía Martínez y Marisa Paniagua lograba asomarnos a la inmensa personalidad de Jardiel, con el significativo acento en sus construcciones para teatro y diseños de modelos de juguetes, que pertenecen a la misma cabeza ingeniosa de uno de los hombres que ha legado posiblemente los mejores diálogos en nuestro idioma. A través de su teatro y sus novelas, Jardiel introdujo en España el absurdo, que haría fortuna crítica años después, en la desolación europea tras la guerra. Más que anticiparse, fue capaz de transportar su lectura amarga de la existencia entre las burbujas distraídas del humor. Para Jardiel solo hubo una guerra, la de la risa frente a la realidad, y se dejó el talento en alimentar su bando, el de la risa, con cada gesto.
Perteneciente a la Generación del 28, esa que no interesa a la Academia ni alcanza la altura mítica tras la Guerra Civil, sino la que pervive y degenera en torno a la empresa del espectáculo, los referentes que apunta el programa para Jardiel se mueven entre Oscar Wilde y Gómez de la Serna. Pero en la literatura de fuegos artificiales que practicó sin descanso, hay también un hermanamiento con escritores como George S. Kaufman y S.J. Perelman, que no solo dictaron mucho de lo que decía Groucho Marx, sino que alimentaron la comedia norteamericana en su paso del teatro al cine sonoro de Hollywood.
“Si buscáis los elogios máximos, moríos”, escribió en su epitafio. Habría sido un fervoroso comentarista de nuestro tiempo, que ha dado la razón a sus sospechas con un esmerado proceso de mejora en la estupidez humana. Jardiel sostenía, como recuerda Pepe Viyuela en uno de los fragmentos del programa, que hay que mirar la vida como mira uno la factura del gas. Fue irreverente, indómito y pagó con la amargura sus pasiones, incluidas las artísticas. Fue otro bajito gigante, que terminó los días reventado pero ayudado por la secreta sociedad de los amigos que lo admiraban y en algunos casos le debían ratos y diálogos memorables.
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