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Luis de Pablo, 85 años de vanguardia musical

El compositor sigue en la brega preparando su sexta ópera, ‘El abrecartas’

Jesús Ruiz Mantilla
El compositor Luis de Pablo, rodeado de sus partituras en su casa de Madrid.
El compositor Luis de Pablo, rodeado de sus partituras en su casa de Madrid.JULIAN ROJAS

Aprendió pronto piano y francés con las monjas de Fuenterrabía. Aquello le valió para epatar a sus acogedores colegas de Canadá, donde enseñó en las universidades de Montreal, Ottawa o Toronto mientras esperaba a que se extinguiera el franquismo, pero no logró arrancarle un modo de hablar barojiano. Después, Luis de Pablo (Bilbao, 1930) quedó asombrado con las audacias de los poetas del 27. Pero resuenan más fuerte en él los tonos chelis mezclados con aromas africanos o hindúes de sus vecinos de Lavapiés.

En este compositor, la obsesión por fusionar las vanguardias de dos lenguajes —el musical y el poético— ha resultado un motor constante. Cuando acaba de cumplir 85 años, persiste en ello mientras trabaja en su sexta ópera: El abrecartas, basada en la novela de Vicente Molina Foix.

Durante un tiempo, la obra en pleno periodo de creación, que consta de un prólogo, un epílogo y dos actos, ha dormido en un cajón. “Pensé empezar a pecho descubierto, después vino Gerard Mortier al Teatro Real y acogió el proyecto. Pero se murió y me quedé con un palmo de narices. Quedó en vía muerta; llegaron otros encargos, pagados, y la aparté”, comenta de Pablo.

La vuelta al mundo

- Bilbao en 1930, Luis de Pablo estrenó su primera obra para piano (Gárgolas)en 1953 e inició un periplo mundial, de Europa a América, pasando por Asia.

- Viaja a Darmstadt (Alemania) en 1958 y se integra en la generación más vanguardista europea tras la Escuela de Viena.

- Explora el serialismo liderado por Pierre Boulez en los años sesenta y la música electrónica y el cine.

- En 1980, se adentra en la ópera con Kiu, titulo al que siguen El viajero indiscreto, La señorita Cristina o El abrecartas.

- Es miembro de la Academia de Bellas Artes, doctor honoris causa por la Complutense y premios Tomás Luis de Vitoria, Honegger o Nacional de Música.

- Entre su obra escrita destaca Aproximación a una estética de la música contemporánea o Lo que sabemos de música.

Cuando Mortier dejó hace dos años su cargo antes de morir en marzo de 2014, pasó a la cola. “Están al parecer buscando el momento de volverlo a programar, solo he dejado caer tímidamente que tengo 85 años y que no sé lo que puede pasar. Ideas sigo teniendo, pero me puede dar un paparajote y no sé lo que vaya a quedar, soy ya paciente de riesgo y más viejo que la tos”, dice.

El maestro habla de la muerte como un estoico más bien cachondo. La ve inevitable, pero su simple cercanía —por matemáticas, que no por salud— le obliga a tomar distancia hasta de lo que se cuece tan ardorosamente por la calle. “Pues no tengo ni idea de lo que va a pasar. Debemos esperar lo que no se espera. En lo que pueda ocurrir, no me siento terriblemente implicado. Por una razón: mira lo que tengo —señala unas baldas repletas de partituras y títulos—, ahí debe haber 8.000 libros y he pensado que eso de morirse suele estilarse bastante a partir de una edad: ¿qué coño vamos a hacer con estas cosas? Tenemos dos gatas pero estoy seguro de que no se van a querer ocupar, así que bueno…”.

A falta de herederos, se lanzó en busca de un refugio para su legado. “Yo no tengo familia y empecé una penosa excursión a ver si a alguien le interesaba quedarse con esto. No he conseguido gran cosa…”.

El periplo no ha resultado emocionante. “Es pintoresco, pero no me va a quedar más remedio que hocicar porque si no me lo voy a comer cuando me entierren. Con ese interés por mí y mi obra, esto me inhibe bastante sobre lo que vaya a pasar”.

En Italia es otra cosa. “Han adquirido todos mis manuscritos hasta los ochenta y ahora me han pedido el resto. Lo han gestionado desde mi editorial para que fuera a parar a la Universidad de la Sapienzza, pero como las cosas que tienen se les salen por las orejas, lo llevan al archivo Goffredo Petrassi, con dos efes”.

Aun así, no se siente despreciado en su tierra: “Ahora no me atrevo a decir que me sienta más reconocido fuera que en España. No es que vaya a convencerte de que soy mi vecino Sabina, que vive debajo de nosotros, pero tampoco me siento subestimado”.

Nada de darse por vencido. Sigue en lo suyo: aunar música y aliento poético. “Me viene de mi fascinación por la generación del 27. Tuve la suerte de conocer a fondo a Vicente Aleixandre, que nos recibía en su casa de Velintonia, los miércoles a las 5, como la seguridad social, luego corría el turno y venían otros. También trabé amistad con Juan Larrea y Gerardo Diego, que era muy suyo y bastante impenetrable, pero le interesaba mucho la música. Mi obsesión, no consciente entonces, fue corresponder de alguna manera al deslumbramiento que me producía su trabajo. Me serví de materiales y técnicas que venían de Darmstadt…”.

Aquella ciudad de Alemania rugió tras la guerra con una generación de músicos llegados de toda Europa que quisieron dotar a su arte de una nueva, rabiosa e iconoclasta manera de expresión. De Pierre Boulez a Stockhausen, los españoles que llegaron allí —De Pablo, Cristóbal Halffter o Carmelo Bernaola— trataron de montar a España en la modernidad surgida de las ruinas.

Las guerras continentales habían representado un girón. Artístico y personal. En el caso del español, con su padre y su hermano muertos. Al primero, lo fusilaron: “Era amigo de Indalecio Prieto, mi hermano cayó en el frente del Ebro, pertenecía a la quinta del biberón”.

Quedó él, entero, curioso, muy sensibilizado hacia el arte. Con una obra vasta y poliédrica, de la que dan cuenta seis óperas, incursiones en el serialismo, la música de cine, piezas de cámara, orquestales, más de 200 partituras de un catálogo que ya es acervo, historia viva y entraña sonora. Surgido de la sorpresa en cualquier esquina de la calle o de la matemática abstracción: “A veces viene sin avisar y de los sitios más inesperados. Soy un andarín empedernido, no hay regalo mejor que se me pueda hacer que llevarme a una ciudad que no conozco y me digan: patéatela. En Ottawa, vivía en un primero, a la altura de la calle y la casualidad quiso que las cañerías fueran muy cantarinas, al bajar el agua, ofrecían unos sonidos maravillosos, de ahí nació un doble quinteto de vuelta”.

En Madrid se fue a vivir por Tirso de Molina, junto a Lavapiés, una mina para su oído intruso: “Allí nacen obras por superposición de cosas dispares. Una música de Senegal, unos hindúes que cantan...”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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