Hippies armados y peligrosos
Entre la épica risueña de la contracultura de los sesenta, encajan mal grupos como los 'weathermen' que usaron la violencia contra los símbolos del Sistema
No es exactamente una historia oculta; más bien, se trata de un episodio incómodo. Entre la épica risueña de la contracultura de los sesenta, encajan mal grupos como los weathermen que, frustrados por la barbarie de Vietnam, usaron la violencia contra los símbolos del Sistema. Por eso y por su eficiencia disfrutan de un lugar privilegiado en el panteón de lo que se llamó “the Movement”, el ala más politizada de la contracultura.
Tenían credenciales hip: el nombre derivaba de unos versos —“no necesitas al hombre del tiempo/ para saber de dónde sopla el viento”— de “Subterranean homesick blues”, canción torrencial que retrata la paranoia en los círculos modernos de 1965, ante la presión policial por el uso de drogas. Cabe imaginar la consternación del autor, Bob Dylan, que se había retirado de la circulación para no ser un blanco evidente en lo que amenazaba ser otra guerra civil.
El título de su plácido disco de 1970, New morning, también fue reciclado por los weathermen para un comunicado. Utilizaron igualmente canciones de Creedence Clearwater Revival, los Animals, Fontella Bass, Hendrix o Jefferson Airplane para bautizar operaciones o hablar en clave. Se podría decir que el Weather Underground fue lo más parecido que tuvo el rock a un brazo armado.
En 2013, Ediciones Siruela publicó Los que te rodean, novela de Neil Gordon que fue convertida en película por Robert Redford, aquí estrenada como Pacto de silencio . Más allá del improbable argumento, el libro desarrollaba los prolongados conflictos internos del Movimiento. Por ejemplo, los simpatizantes que evitaron los delitos graves alardean ahora de superioridad moral sobre los que colocaron bombas.
Por el contrario, entre estos, los que pasaron a la clandestinidad, se palpa un legítimo orgullo. Montaron una red de casas de seguridad, se fabricaron identidades nuevas y atentaron contra el Pentágono, el Capitolio, comisarías de policía etc. Avisaban de la colocación de los explosivos y no causaron víctimas. Excepto entre sus propias filas: en 1970, reventó una casa en el Greenwich Village neoyorquino mientras manipulaban bombas.
Ese accidente es el punto de partida de Días de fuga, las memorias de Bill Ayers, uno de los fundadores de Weather Underground Organization, recién traducidas por la editorial asturiana Hoja de Lata. Ayers es hoy un personaje de alta visibilidad: tras entregarse en 1980 (y evitar la cárcel, debido a las ilegalidades cometidas por el FBI), se convirtió en profesor de la Universidad de Chicago, donde desarrolló cierta amistad con un político en ascenso, Barack Obama. Una relación que resucita cada vez que los arietes del Tea Party y similares quieren vituperar al actual presidente. Una amistad que se ha agriado en la actualidad: Ayers deplora el uso de drones para matar a enemigos e inocentes.
Días de fuga intenta explicar cómo un chico de la clase alta termina poniendo bombas (o estudiando dónde ponerlas). Así, retrata una adolescencia donde los chicos fabricaban petardos o experimentaban con pistoles improvisadas. Las películas bélicas proporcionaban una visión sonrosada de la guerra…hasta que un joven vecino se suicidó ante la posibilidad de ir destinado a Corea.
Como muchos activistas de los sesenta, Ayers se fogueó en las campañas a favor de los derechos de la minoría negra y se radicalizó definitivamente con la escalada militar de EEUU en Vietnam. La creciente implicación estadounidense, el conocimiento del salvajismo que allí se aplicaba, la indiferencia oficial ante las protestas…todo provocó que una parte de su generación decidiera jugársela. Ayers no era pacifista: idolatraba a Ho Chi Minh y deseaba que Vietnam del Norte ganara la guerra.
Asombra que semejantes novatos consiguieran burlar durante diez años a los zapatones, como denominaban a los agentes del FBI. Les benefició ser un ente autóctono: a diferencia de algunos movimientos similares en Europa, parece que no hubo oro de Moscú. Claro que los servicios secretos comunistas se habrían escandalizado ante el desprecio por la monogamia de weathermen y weatherwomen, que desembocó en una temporada de frenética promiscuidad. Por no hablar del gusto por las drogas: “no somos libres si no actuamos libremente y la gente libre se coloca.”
El libro de Ayers es reiterativo y voluntariamente confuso. No es cuestión de amnesia o de neuronas quemadas: se guarda detalles que prefiere no contar (y menos ahora, en la América posterior al 11-S). Pero sí funciona como crónica de una generación que se encontró con un mundo en llamas y decidió ser sujeto activo de la Historia.
Babelia
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