La Pasión según Van der Weyden
El Prado reúne por primera vez las mejores obras del pintor flamenco
Insuperables en la pócima mágica que cruza la maestría técnica y el vuelo espiritual, el naturalismo y la capacidad evocadora, la matemática geométrica y la pasión religiosa, y sobre todo, rabiosamente vigentes después de más de 500 años, los primitivos flamencos han vuelto al Prado. Nunca se fueron. Así que habrá que hablar más bien de un eterno retorno. De entre todos ellos, Rogier van der Weyden, o Roger de la Pasture, según se prefiera la denominación flamenca o francesa (Tournai, 1399 o 1400- 1464) es la personificación de su cumbre, o de una de sus cumbres. En la convulsiva Europa del siglo XV solo el magisterio de Jan Van Eyck estuvo (como poco) a su altura. Más tarde vendrían más genios, El Bosco, Brueghel el Viejo, Rubens, Teniers, pero esa es otra historia. Como lo es la de extraordinarios pintores del XV, anteriores a Weyden y Van Eyck que, habiendo alcanzado la excelencia absoluta, se quedaron en ella sin saltar a la dimensión del artista que marca una era: Petrus Christus, Robert Campin, Van der Goes, Hans Memling…
La percha de esta muestra es la restauración de su obra cumbre El Calvario
La exposición de apenas 20 obras que la pinacoteca dedica desde este lunes y hasta el 28 de junio al creador de una de las pinturas capitales de la Historia del arte –El Descendimiento que alberga el propio Prado- y a algunos de sus discípulos y seguidores constituye un hito histórico. Primero, por el ilustre pretexto que la originó. La percha de esta brevísima pero subyugante muestra –la primera de carácter monográfico sobre el artista en España- es la restauración de otra de las cumbres del arte de Van der Weyden, El Calvario del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, devuelto a la vida gracias a un largo y complejísimo proceso de restauración que arrancó hace cuatro años y se cerró, como quien dice, anteayer.
Las dos personas que, acompañadas de sus respectivos equipos de colaboradores, han obrado el milagro son los restauradores José de la Fuente, que reparó el maltrecho soporte de este cuadro dividido en 12 paneles e hizo de una piltrafa medio muerta una obra de arte estropeada pero al fin manipulable y curable, y Loreto Arranz, que quitó la porquería producto de sucesivas y desastrosas restauraciones anteriores (1567, 1892, 1945). El primero forma parte del equipo de restauración del Prado, y la segunda trabaja para Patrimonio Nacional (propietario de la obra).
Juntos, y en una relación de hecho que se ha prolongado en el tiempo desde junio de 2011, han logrado que El Calvario reluzca en todo su esplendor, desde el dramatismo gestual de la Virgen y San Juan hasta las mismísimas lágrimas que corren por la mejilla del Cristo, ya muerto, o las gotas de sangre que descienden de su corona de espinas. Prácticamente imperceptibles en la contemplación directa de este descomunal óleo sobre tabla de 3,23 por 1,92 metros pintado entre 1457 y 1464, la visión de ese llanto y de esa sangre se hace real en el montaje audiovisual en alta definición instalado por los comisarios de la muestra, Lorne Campbell (muy probablemente el mayor experto mundial en el pintor flamenco) y José Juan Pérez Preciado y por el responsable del diseño museográfico de la exposición, Jesús Moreno.
Es imprescindible la visita a esta sala oscura para aprehender no solo la extrema complicación técnica de una restauración así, sino también el propio detalle de la obra de Van der Weyden, quintaesencia del detalle a ultranza. En las tablas de Rogier van der Weyden, como en las de sus otros colegas y competidores flamencos de la época, no es cuestión solo de asomarse a la conmovedora alianza entre la arquitectura dispositiva de las personas y las cosas y la intensidad del colorido en los ropajes. Una segunda aproximación con lupa permitirá adentrarse en los minuciosos fondos de las pinturas del artista.
Esto alcanza su paroxismo en esas lágrimas del Calvario del Escorial, pero también en el detalle arquitectónico y en lo que cabría llamar los personajes secundarios del Tríptico de los Siete Sacramentos, una joya procedente del Koningklijk Museum de Amberes nunca vista antes en España. Es una de las obras mayores de Van der Weyden. De hecho, una de las pocas que gozan de absoluta certeza en su autoría, pues, como sus contemporáneos flamencos, no firmaba sus obras. Desde luego, es una de las más inverosímiles: aquí no hay canon compositivo posible, aquí la escala salta por los aires, con los secundarios en pequeñito y los personajes centrales –Cristo, la Virgen San Juan y Magdalena- enormes. El crucifijo roza casi la bóveda de la iglesia (quizá la catedral de santa Gúdula de Bruselas, donde fue enterrado Van der Weyden), los personajes no encajan, el contenido no se adecúa al continente… y todo es perfecto.
El cuarto vértice de la exposición junto al Calvario, El Descendimiento y el Tríptico de los Siete Sacramentos es, por supuesto, el Tríptico de Miraflores, que regresa a España desde que en 1810 el general francés Jean Darmagnac se lo llevara de la burgalesa Cartuja de Miraflores, y que hoy duerme en el Museo Estatal de Berlín. “Es la primera vez, y muy probablemente la última, en que se podrán admirar juntas estas cuatro obras”, advertía conmovido, el comisario de la muestra. Un hito en El Prado gracias al genio de un artista, la dedicación de unos restauradores… y el retroactivo flechazo de un tal Felipe II por la pintura de aquel flamenco de Tournai. En vísperas de la Semana Santa, la Pasión según Rogier van der Weyden.
Patrimonio Nacional y El Prado: ¿la pipa de la paz?
La restauración de El Calvario de El Escorial, merced a un convenio firmado hace cuatro años entre el Museo del Prado y Patrimonio Nacional y costeado por la Fundación Iberdrola, da como resultado una exposición extraordinaria. También paradójica. Porque de paradoja hay que hablar cuando una muestra histórica como esta —los cuatro weyden mayores, juntos por vez primera; ni su creador pudo ser testigo de ello— llega en el contexto de litigio entre las dos instituciones.
Hágase memoria. En julio del año pasado, el presidente de Patrimonio, José Rodríguez-Spiteri, remitió una carta al director del Prado, Miguel Zugaza, reclamando para el nuevo Museo de Colecciones Reales, que se inaugurará en 2016, entre otras, las siguientes obras depositadas en El Prado: La mesa de los siete pecados capitales, de El Bosco; El lavatorio, de Tintoretto… y El Descendimiento de Rogier van der Weyden, una de las estrellas de la pinacoteca madrileña y de la exposición inaugurada ayer.
Ante la lógica negativa de la dirección del museo, que alberga El Descendimiento en calidad de depósito desde 1936 (renovado por última vez en 1998), Rodríguez-Spiteri decidió congelar las relaciones con El Prado. Y tanto las congeló que rehusó prestar varias de las obras que el museo había pedido prestadas para su exposición sobre Bernini del año pasado.
Alicia Pastor, consejera gerente de Patrimonio Nacional —Rodríguez-Spiteri no acudió a la presentación—, y Miguel Zugaza vivieron ayer una jornada histórica en lo relativo al arte, pero en lo relativo a la diplomacia cultural bien puede decirse que fumaron por espacio de unas horas la pipa de la paz. “Prefiero quedarme con lo que nos une y esta exposición es la prueba”, dijo Pastor. “Nada que añadir”, apostilló Zugaza.
Pastor sí quiso subrayar que, tras su restauración y exhibición en El Prado, El Calvario de Van der Weyden regresará al Monasterio del Escorial, donde será expuesto en un marco creado ex profeso para él.
El pasado septiembre, la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, selló la controversia Prado-Patrimonio cuando, tras un Consejo de Ministros y al ser preguntada por EL PAÍS, sostuvo: “Esos cuadros se quedarán en El Prado”. Para eventuales nuevos capítulos del litigio en teoría finiquitado, véase Presidencia del Gobierno, de quien depende directamente Patrimonio Nacional.
Babelia
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