¿Qué queda del franquismo?
La buena noticia es que el franquismo ya es historia. La mala, que su fin no significa que todas sus señas de identidad hayan desaparecido
Cuentas pendientes, pero de la democracia
Isaac Rosa
Como en los malos chistes, sobre el franquismo tengo una noticia buena y otra mala, ¿cuál prefieren primero? La buena noticia es que el franquismo ya es historia. Casi 40 años desde la muerte del dictador, 37 años de Constitución, el paso de varias generaciones, la muerte civil y en muchos casos biológica de los últimos franquistas confinan la dictadura al museo y al libro de Historia. Se acabó. Fin.
La mala noticia es que el fin del franquismo no significa que todas sus señas de identidad hayan desaparecido, sino que se han vuelto democráticas (de esta democracia), constitucionales (del texto de 1978). Es decir: buena parte de los agujeros que la dictadura dejó en la sociedad española (algunos de ellos anteriores a la dictadura, cierto, pero agudizados por ella) no se han corregido con la democracia. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Pero tampoco somos mucho mejores. Al menos no todo lo buenos que esperábamos ser. Insisto en la premisa: todas esas manifestaciones políticas, sociales y culturales que hoy todavía identificamos como “franquistas” ya no lo son. No podemos seguir culpando a la “herencia recibida”. Esas manifestaciones son netamente nuestras: de la democracia española. Las desigualdades sociales, los desequilibrios y tensiones territoriales, la brecha con Europa en tantos indicadores, el atraso educativo, no son ya un legado de la dictadura: son el fracaso de una democracia que ha tenido cuatro décadas para corregirlos. La deficiente cultura democrática, los restos de nacionalcatolicismo aún visibles, la criminalización de la disidencia, la corrupción política y empresarial, o los casos de abusos policiales y tortura que siguen denunciando organismos internacionales, ya no son un residuo franquista que sobrevivió a la Transición, sino características de una democracia que hace tiempo dejó de ser joven.
Los privilegios de la Iglesia católica, las bases norteamericanas, la Monarquía, la intimidad entre poder político y judicial, o el “país de propietarios y no de proletarios” con que soñó un ministro de Vivienda en los años cincuenta, no solo han persistido: se han consolidado con la democracia. El nacionalismo español y su exclusiva sobre toda forma de patriotismo, la Academia de Historia con su diccionario biográfico, la sospecha (cuando no desprecio) sobre artistas e intelectuales, y hasta las cacerías y monterías berlanguianas donde se siguen cerrando negocios, no pueden apuntarse ya en el debe del dictador y su régimen, sino en la cuenta de la democracia. Incluso aquellos elementos que en principio son indudablemente franquistas, tampoco lo son ya: el fascismo granítico del Valle de los Caídos, los funcionarios y gobernantes reclamados por la justicia argentina, las calles y plazas del Generalísimo que nadie ha cambiado en 40 años o la reparación pendiente a las víctimas son responsabilidad nuestra. En las fosas comunes hay cadáveres que ya han pasado más años enterrados en democracia que en dictadura. Y ahí siguen. Hace tiempo que dejamos de tener cuentas pendientes con el franquismo, que ya no puede responder de ellas. Hoy todo lo mencionado, y otros asuntos que me dejo por falta de espacio, son cuentas pendientes de esta democracia.
Una lección
Mercedes Cabrera
¿Qué queda de Franco y del franquismo? El recuerdo de una dictadura de 40 años, implantada tras una cruenta guerra civil que impuso una rendición incondicional a los vencidos, expulsándolos y negándoles el derecho a formar parte de España; las secuelas de la voluntad de reinterpretar el pasado para convencernos de que aquello había sido el resultado inevitable de más de un siglo de errores acumulados; la pesadumbre de un régimen que nos condujo en dirección contraria a la que emprendieron los países de nuestro entorno después de la II Guerra Mundial, y que quebró el camino de modernización iniciado en las primeras décadas del siglo XX; los residuos de un “milagro” económico protegido por un Estado carente de cualquier responsabilidad institucional o rendición de cuentas. En resumen, un retraso histórico imperdonable, un camino torcido y una reconciliación que solo fueron capaces de emprender los hijos de los vencedores y de los vencidos y que permitió transitar a una democracia que cumple 40 años.
Un pasado como ese deja recuerdos personales duros e injustos, tragedias difíciles de aceptar, obstáculos casi insalvables a los que es obligación atender, afrontar y resolver desde los poderes públicos. Deja también entramados institucionales y culturas políticas de larga duración, que hubo que desmontar y reconducir para sostener y asentar otras, propias de una democracia. Nada de eso ha sido fácil. Cuando se repasa la historia de cualquier país se aprecian las enormes dificultades, los largos procesos, los conflictos e incluso las guerras, y la ingeniería política que han sido necesarios para estabilizar las democracias que hoy conocemos, y que nunca deberían darse por aseguradas. Para eso están la historia, los historiadores y los científicos sociales, para dar explicaciones de desarrollos complicados, sin ahorrar la complejidad.
De Franco y del franquismo debería quedarnos eso. Una lección de nuestra historia. No una lección interesada para justificar descalificaciones que no vienen a cuento. Nos quedan agravios a los que responder, sin duda. Puede que nos queden resabios o, más que eso, herencias institucionales y comportamientos políticos difíciles de desarraigar. Pero incluso aquellos que despachamos alegremente calificándolos de “franquistas” son el resultado de decisiones y opciones tomadas en las últimas décadas por políticos que asumieron compromisos como consecuencia de elecciones democráticas y por ciudadanos que los votamos, pero que no por eso deberíamos sentirnos liberados de responsabilidad. Cuarenta años son muchos y esta democracia no viene lastrada por ningún origen dictatorial, sino que es el resultado de un esfuerzo colectivo, ingente en sus comienzos, y de lo que hemos querido que sea desde entonces.
Lo peor que podría pasar es que lo que nos quedara del franquismo fuera precisamente su utilización para eludir responsabilidades y despachar la complejidad remitiéndonos a los fantasmas del pasado o a las simplificaciones fáciles.
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