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Blasco Ibáñez: genio y ‘kitsch’

El autor de 'Los cuatro jinetes del Apocalipsis' ha pagado con un lugar marginal en el canon la enorme fama que tuvo en vida. Una extensa y amena biografía recupera su figura

José-Carlos Mainer
Blasco Ibañez, visto por Sciammarella.
Blasco Ibañez, visto por Sciammarella.

“Héroe y villano, valiente y fanfarrón, generoso y arribista, escritor de genio y folletinista kitsch”, leemos en el prólogo de esta biografía de Vicente Blasco Ibáñez. Y no es que ese juego de opuestos refleje la opinión confrontada de sus amigos y de sus enemigos: es que Blasco lo fue todo a la vez, como fue en una sola pieza escritor, político, periodista, wagneriano militante, editor, promotor de colonias agrícolas en Argentina y, sin duda, el novelista europeo de más éxito en los Estados Unidos de 1920 y el primero que vio adaptadas sus novelas al cine internacional. Nadie le perdonó aquí llegar tan lejos y pagó muy caro el triunfo: lo hizo con su propia salud (como recalca oportunamente Javier Varela), con su menguado lugar en el canon de las letras españolas, con el olvido de aquellas glorias cosmopolitas que hoy parecen casi inverosímiles o fantaseadas. Por eso, Javier Varela ha titulado su capítulo final ‘Las muertes de Blasco Ibáñez’: la primera fue la física, tan prematura, en aquella villa de Menton que había decorado como un santuario literario (al modo de un Vittoriale dannunziano, pero sin grandeza nietzscheana), donde fue vecino de Rudyard Kipling y H. G. Wells; la segunda fue la penosa extinción del mito valenciano, porque su cadáver fue repatriado en loor de multitud…, pero lo hicieron los políticos republicanos del bienio derechista, en 1933, y después fue olvidado con rapidez (nunca se edificó el mausoleo que diseñó Mariano Benlliure, su amigo, ni volvió a tener otro culto que el de sus leales); la tercera muerte fue la del desdén de los vencedores de la Guerra Civil que, en materia de nombradía literaria, vinieron a otorgarle el mismo trato que, al cabo, le dieron también los antifranquistas (Joan Fuster a la cabeza…), siempre incómodos ante el escritor vanidoso, anticuado y tartarinesco, con aire de un huertano fachendoso que todavía conservaba en su castellano el seseo típico de las clases populares valencianas.

Le perdió casi siempre la ambición. Nadie le puede regatear haber escrito las grandes novelas naturalistas que clavaron la vida valenciana de fin de siglo —la de la burguesía mercantil, la de los pescadores de la Albufera o la de los pequeños campesinos de las barracas— y otras, no tan malas como se dice, que reflejaron la vida clerical de Toledo, la de la alta sociedad de Bilbao, la de los jornaleros de Jerez o a la de los bohemios de Madrid. Fracasa cuando busca metas más ambiciosas y escribe novelas internacionales o fallidos relatos históricos, llenos de documentación apresurada. Resulta patético cuando se proclama “un arbusto, al borde del bosque de gloria” que forman los troncos poderosos de Balzac, Hugo, Flaubert, Zola y Daudet (como dijo al agradecer el homenaje que se le tributó en París en 1923). O cuando concibió una revista que se titularía Literatura. Revista mensual de la producción literaria de todas las naciones, para la que preveía una tirada de 100.000 ejemplares y para la que dibujó el título con su propio dedo untado previamente en el tintero. Logró, con su amigo Lerroux y su amigo (y luego enemigo) Rodrigo Soriano, revitalizar el republicanismo español y crear una religión política local que dominó la vida valenciana hasta que se cansó de todos. Y fue también un educador de masas que creó en 1894 el diario El Pueblo (que convirtió en noticia nacional la muerte de Zola) y, sobre todo, dirigió la colección de libros populares del editor Francisco Sempere, luego convertida en Editorial Prometeo. Sin embargo, su campaña aliadófila —a la que aportó uno de sus negocios menos lucrativos, la Historia de la guerra europea de 1914— y su confrontación personal con la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera —que generó libelos contra su persona escritos por El Caballero Audaz, Federico de Santander y Manuel Bueno— fueron episodios desmesurados y megalómanos que se mezclan, ya en el último tramo de su gloria, con las notas racistas que salpican La vuelta al mundo de un novelista o los elogios interesados de la vida norteamericana que contrastaron con su pésima opinión de la revolución mexicana.

Escritor, político, editor, héroe y villano, fue el novelista europeo de más éxito en los Estados Unidos de 1920”

Todo esto, y muchas más cosas, vienen en una biografía amena, extensa y pormenorizada, animada por estampas de la vida española e internacional del momento (algunas veces, demasiado prolijas), que buscan hacer surgir la figura del héroe en un mundo poblado de figurantes divertidos y variados. Poco más se puede pedir en lo que concierne al uso de fuentes hemerográficas, que —desde Valencia y Madrid hasta Buenos Aires o París— documentan cada paso. No todos son datos nuevos, por supuesto; Varela casi nunca señala las coincidencias con los probos y entusiastas biógrafos que le han precedido, Emilio Gascó Contell y José Luis León Roca, que contaron muchas cosas y casi todas de primera mano, ni siquiera se dice mucho del biógrafo que fue un poco el inevitable Judas, el francés Camille Pitollet, que —por cierto— pasaría los últimos años de su vida en España al estar condenado en Francia por colaboracionista. Pero más sorprendente es que, aquí y allá, se citan ítems de otros estudiosos universitarios sobre diversos temas de interés general, pero nunca se hace lo propio con las aportaciones recientes al conocimiento del propio Blasco Ibáñez: es peregrino, por ejemplo, que no se mencionen las dos excelentes monografías de Ramiro Reig sobre la práctica del blasquismo como religión política, o las actas del congreso de 1998, Blasco Ibáñez: La vuelta al mundo de un novelista, que fue dirigido con tino y ambición por Juan Oleza, y que facilitó la reedición en Letras Hispánicas, de Cátedra, de bastantes títulos del autor con ediciones anotadas y precedidas de jugosos prólogos, que tampoco se utilizan en estas páginas.

Nada parece haber existido antes de esta biografía… Javier Varela fue el comisario de la exposición sobre Blasco en 2011, cuando era director del Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad y ya había iniciado la escritura de este libro: puede que ese borrado parcial de huellas sea la consecuencia involuntaria (el daño colateral) de un esfuerzo hercúleo y digno de gratitud, por supuesto… Quizá porque ya lo dijo Cide Hamete Benengeli, al guardar su péñola: “… porque esta empresa, buen Rey, / para mí estaba guardada”.

El último conquistador: Blasco Ibáñez (1864-1928). Javier Varela. Tecnos. Madrid, 2015. 946 páginas. 28,99 euros.

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