El cocinero que pasó de las estrellas
El Baret de Miquel, en Dénia, triunfa con platos imaginativos y contundentes tras renunciar a la carrera Michelin
Cuando Miquel Ruiz entra cada mañana prontito al mercado de Dénia con su sencillo capazo, no olvida llenarlo con tomates, azafrán, limones, berenjenas, calabacines, manzanas, cebollas, puerros… Tampoco comprar un cupón con el número que juega sistemáticamente. “Si me toca lo invierto en montar algo”, comenta intentando borrar cualquier atisbo de avaricia. En el caso de que se topara de bruces con la suerte, resulta improbable que ese hipotético negocio se convirtiera en un local epatante. Uno de los secretos que revela su éxito de ahora en la sencillez de El Baret de Miquel reside justamente en el escarmiento.
Hace años, este cocinero de inspiración, pálpito y simiente mediterránea renunció a la carrera por las estrellas Michelin cuando ya había conseguido una en La Seu de Moraira y todo el mundo daba por hecho que llegaría la segunda. “No era vida”, recuerdan él y su mujer, Puri Codes, dentro del nuevo local. “Aquel viaje a la perfección casi acaba con nosotros. Aquí somos organizados, pero más informales. No perdemos nuestra esencia”, comenta Codes.
Es fácil comprobarlo a la luz de los ventanales que refuerzan el colorido de un espacio decorado entre la restauración vintage, con sus lámparas y sus sifones, o la suerte de haber hallado muebles desahuciados por las esquinas para resucitarlos con gusto dentro de un toque flower power.
Es ahí donde a lo largo de todo el año, con llenos absolutos, sirven entre ellos y sus dos hijos, Adrián y Miquel junior, las mesas y los platos de una cocina inspirada, diversa, auténtica e imaginativa. Hay cuchilladas para encontrar sitio: “Deberíamos instalar una cámara para demostrarte las cosas tan bonitas que nos dice la gente… Pero las amenazas también, cuando hay que negar alguna petición y te saltan con aquello de: ‘Usted no sabe con quién está hablando”.
Bien resulta cierto que, confiesa Miquel, “Mucha gente se equivoca a la hora de entrar”. “No nos va mucho el postureo”. Tampoco era el caso del gran Rafael Chirbes, escritor de enjundia galdosiana traslúcida y vigente en la España de hoy, fallecido el pasado sábado, y que fuera cliente del Baret.
No es cuestión de sofocarse, pero uno puede comprender el cabreo de quien no logra hueco cuando prueba sus olivas al vermut o el caramelo de hueva de atún con avellana caramelizada, presentado como aperitivo en una especie de columpio concebido para un escenario teatral de marionetas.
Son exquisiteces para abrir boca con prevención ante las sorpresas que, tanto Ruiz como sus ayudantes —Alfonso García, Ignacio Escoriza o Neus Estruch, que a sus 20 años se mueve dentro de la coreografía de la cocina como una ardilla vivaz y efectiva—, preparan desde las 10.00 de la mañana. Escoriza persiguió su puesto desde que un día, cuando era niño, conoció la magia para los sabores del chef Ruiz en La Seu. “Fui con mi madre y me impactó. Cuando decidí estudiar cocina, lo busqué para que me dejara hacer prácticas a su lado”.
Nunca en agosto
Una de las pruebas de su éxito se comprueba cuando los dueños confiesan que han decidido cerrar gran parte del mes: “Hicimos números. Vimos lo que chupaba ese aparato de ahí [el aire acondicionado] y que la calidad del producto en la lonja disminuía por la cantidad de demanda. Además, se disparaba el precio del pescado. No nos merecía la pena. ¿Para qué si lo tenemos lleno todo el año y ya hemos apuntado reservas hasta noviembre?”.
Entre las encimeras, sin que los fogones hayan comenzado aún sus cocciones, los ayudantes de Ruiz cortan caballa para ir aderezando su sashimi servido junto a albaricoque y ajoblanco de almendra, reciben con sumo respeto el atún para reinterpretarlo deliciosamente en una Gilda —o banderilla— que da prueba de toda una personalidad propia, aliñan el cuscús que acompañan de pulpo con pescado a la brasa o desmenuzan los sabrosos tomates utilizados para un contundente trampantojo.
Son delicias que podrían servir para curar una enfermedad propia de la comarca: “Algo que se daba en este mismo barrio. Los campesinos bajaban aquí, vendían sus productos y luego se lo jugaban o se lo gastaban en putas. Por los pueblos del interior, a esa especie de ruina, la llamaban el mal de Dénia”.
Hoy seguramente, muchos de ellos se dejarían entre 25 o 45 euros —lo que más o menos cuesta comer en El Baret— por llevarse los sabores de sus buñuelos de calabaza con rabo de buey y curry, guacamole de guisantes con capallanet, su exquisita y sabiamente deconstruida tortilla de patatas, su coca de almendra con crema de limón o su tarta de manzana sin concesiones a la báscula. “En Valencia somos muy dados a los extremos: en lo dulce y lo salado”, afirma Ruiz.
Lo mismo que también celebra su manera de entender la felicidad dentro de una filosofía propia: “Siempre en la cocina”, comenta, “pero sin perder la cabeza por competir con nadie más que con uno mismo”.
Babelia
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