Rafael Chirbes: el novelista que lo hizo todo al revés
En los tiempos en que la nueva narrativa española se inclinaba por la amenidad y la literatura de género, Rafael Chirbes, fallecido hace una semana, escribió siempre a la contra
Conocí a Rafael Chirbes a principios de los noventa, cuando yo era alumna de la Escuela de Letras y él, invitado por Constantino Bértolo, vino a hablarnos de La buena letra. Eran los años de esplendor de la Nueva Narrativa: desde la aparición en 1975 de La verdad sobre el caso Savolta, lectores, escritores y editores venían consolidando una entente cordiale que, en lo filosófico, entroncaba con la posmodernidad, y en lo económico, con el neoliberalismo. La Nueva Narrativa podría calificarse como la forma ideológica de un deseo de socialdemocracia que, en nuestro país, nunca llegó a hacerse realidad. Como la cristalización literaria de un espejismo político y económico que casi todo el mundo —Chirbes no— recibió batiendo palmas.
El holograma de las conquistas políticas y económicas se tradujo culturalmente en alegría de vivir, carpe diem, cosmopolitismo, exotismo y amor por la peripecia. También se hace omnipresente una extraña clase social que protagoniza las narraciones: gente muy culta con un poder adquisitivo por encima de la media. La vuelta hacia lo clásico, el pastiche, el revival y la deconstrucción humorística de los géneros, las reinterpretaciones del eterno retorno derivadas de la originalidad imposible, así como la fusión de lo popular y lo exquisito que apunta en la dirección de relativizar los límites reales —de clase, de género—, se reconocen en esa Nueva Narrativa que no era tan “nueva”. Una vocación de felicidad a ultranza —decían que la merecíamos después de la represión franquista y el izquierdismo “casposo”— marcó los relatos.
En aquella época, Chirbes era un escritor semioculto, a punto de ser tragado como el perro de Goya. Más que el famoso ego, a ciertos escritores lo que les duele son los agravios comparativos y la convicción de que el reconocimiento de propuestas valientes, la culminación del proceso comunicativo que toda literatura exige, resulta difícil en una realidad sistémicamente perversa. Chirbes era un hombre tocado por un resentimiento fructífero —hay palabras con una mala fama inmerecida— que le llevó a reflexionar sobre la literatura para abordar un proyecto corrosivo y sensible, piadoso y hosco, poco complaciente, en un campo literario que había asumido la faceta blanda de la posmodernidad olvidando su faceta política y estéticamente poderosa: la crítica al lenguaje y a sus caligrafías como construcciones permeables al poder.
Un universo en tres libros
Los disparos del cazador. En esta novela publicada en 1994 se concentra el pasado y el futuro de la obra de Rafael Chirbes: un hombre enriquecido durante el franquismo se revuelve contra el desprecio de su propio hijo. Una obra maestra de 150 páginas que hace dos años Anagrama —su editorial de siempre— reeditó en un volumen junto a La buena letra.
La larga marcha. En 1996 se publicó esta ambiciosa "novela de formación", la primera escrita por Chirbes en tercera persona, que retrata sin paños calientes la posguerra y la lucha antifranquista. El prestigioso Marcel Reich-Ranicki dijo en televisión que era el libro que necesitaba Europa y consagró para siempre a su autor… en Alemania.
Crematorio. Un año antes de la gran crisis económica de 2008, Chirbes publicó este retrato coral de la España del pelotazo. Es su obra maestra absoluta y una de las grandes novelas en español de los últimos tiempos. En 2013, recogió los restos del naufragio en la descorazonadora En la orilla, que ganó el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Antes de morir había entregado a su editor París, Austerlitz.
Javier Rodríguez Marcos
En el caldo de cultivo de la “amenidad divertida”, el cervantismo desgrasado y la literatura de género, Chirbes, afortunadamente, lo hizo todo al revés: no utilizó el pasado como lugar donde se reproducen nostalgia y melodrama, sino que lo convirtió en el punto donde se perpetran las historias de la Historia y habló del deslumbramiento por la buena letra, por la megafonía del poder, de la que son víctimas esos vencidos que se han quedado sin posibilidad de hacer percutir, como arma, su voz.
En el marco de una posmodernidad a menudo más sectaria que las ideologías de las que abomina, Chirbes se enfada ante la recuperación de Jünger y, sin caer en el casticismo, rehabilita en sus ensayos —El novelista perplejo— y en sus narraciones fuentes de la literatura hispánica injustamente desterradas de nuestro imaginario. Volvió a Galdós y a Max Aub, practicando un realismo que no olía a caldo de gallina ni siquiera en sus novelas más convencionales, como La larga marcha, con la que empiezan a mejorar sus relaciones con el público lector. Sin embargo, la máxima expresión de esa búsqueda que trasciende los códigos decimonónicos está en las polifonías devastadoras de Crematorio y En la orilla.
En tiempos donde el valor social llega con la desideologización, Chirbes encarna una figura aparentemente imposible: la del escritor marxista que a la vez es un escritor comprometido con la belleza y la violencia de cada palabra. El impulso de su literatura no es solo ético, sino también estético. No es solo ético, sino también político. Al plantear las grandes preguntas no escatima la crítica a ras de tierra. Frente al prejuicio de que la ideología explícita —de la implícita voluntariosamente invisibilizada estamos rodeados— ensucia la verdadera literatura, Chirbes recurre al marxismo como lente de aumento. Su ideología no le ató las manos ni mermó su capacidad como escritor, sino que le ayudó a mirar para desvelarnos dónde se encuentra la boca del lobo. Le ayudó a encontrar las palabras y, frente a la anorexia y la levedad verbales, a conseguir que en sus voces resonaran espeleológicamente las voces de la Historia. Contra la ligereza y la mayonesa light —por deformación profesional se dio cuenta de que la nueva gastronomía simbolizaba el concepto capitalista de creatividad— opuso el peso específico de una solemnidad de nombres acabados en -ón que retumba dentro de nuestra caja torácica al acabar de leer sus novelas: Revolución, Transición, Traición.
Chirbes no mató al padre, sino a Los viejos amigos, y acotó la imposibilidad de la buena conciencia de una generación que, obnubilada en una fantasía insalubre de bienestar, se lavó las manos, olvidó sus orígenes, principios y buenos propósitos. Y se vendió para construir un mundo en el que ya era imposible no hacerlo constantemente. La corrupción se asume con naturalidad en la moral pública y comienza a formar parte del ADN. Chirbes escarba en las grietas de lo que algunos llaman el régimen del 78, pero sin renunciar al concepto de clase. Traza un círculo con rotulador rojo sobre los responsables de la crisis, sabiendo que casi todas las responsabilidades recaen en el lado de quienes detentaron el poder en la época del felipismo, sentaron las bases para inflar las burbujas y profundizaron en la brecha de la desigualdad.
Encarna una figura aparentemente imposible: la del marxista comprometido con la belleza de cada palabra
Se atreve al pesimismo vitriólico en la época del prestigio del pensamiento positivo, el emprendimiento, la crisis como oportunidad y las escuelas de liderazgo. De la literatura como sana, sana, culito de rana. Se atreve con la prosa de aliento largo, la elasticidad de la sintaxis y el relieve geológico de la semántica, en la era de la velocidad, el fragmento y el modismo anglosajón que crea comunidades. Frente al culturalismo ornamental, la endoliteratura y la condena de que no exista nada más allá del lenguaje y sus juegos, Chirbes hurga en las aristas dolorosas de la palabra y por debajo de sus uñas. Su singularidad desencadenará apropiaciones de su obra que reblandecerán su mirada. Lo tergiversarán, y dicha tergiversación será sintomática de la trascendencia de su propuesta en un contexto de crisis que ha hecho de él uno de los escritores más influyentes para generaciones futuras.
Estuve años sin tratarlo. Una vez me llamó por teléfono para agradecerme que una novela mía comenzara con el personaje de un obrero con las botas sucias. Corría el año 2003 y la novela de la crisis aún no era “tendencia”. Le interesaban estas cosas, cómo escribir sobre estas cosas, la escritura de lo que duele o de lo que no se tiene ganas de ver. Últimamente nos habíamos reencontrado. Escribió un prólogo magnífico para otra de mis novelas. Se sentía inquieto ante una posible retirada de Jorge Herralde. Hablábamos por correo electrónico de lo mucho que nos gustaban, a él, Olivia de Havilland y, a mí, Joan Fontaine; de literatura, política, de Ruiz Gallardón, el paisaje de la Marina Alta y Baixa, el marjal de Pego y los fantasmas del pantano.
Marta Sanz es escritora. La reciente reedición de su novela Lección de anatomía (Anagrama) lleva un prólogo de Rafael Chirbes.
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