Menos método y más visceras
Ricardo Darín y Javier Cámara, protagonistas de ‘Truman’, charlan sobre los distintos métodos de interpretación y la verdad delos actores
En una de las suites del hotel María Cristina, Javier Cámara (Albelda de Iregua, 1967) se arranca a bailar y anima a Ricardo Darín (Buenos Aires, 1957), que muestra evidentes señales de cansancio. Medio asomados al balcón de la habitación, abierto para que el argentino pueda fumar, ambos empiezan a charlar sobre la interpretación, el cine, el proceso de rodar Truman -la película de Cesc Gay que les ha unido en la pantalla y en la vida- y sobre mostrar las entrañas.
Pregunta. Cuando una película, como es el caso de Truman, se basa tan claramente en dos personajes y su conflicto, ¿qué hace un actor: confiar en su compañero?
Ricardo Darín. Eso jamás. Uno toma sus reparos. No nos conocíamos, y en una película nunca sabes cómo va a salir la mezcla. Luego tienes suerte y te encuentras a un tipo como este, que solo da, que eleva tu energía, se preocupa por la gente y te potencia. Yo tardé una semana en reaccionar, porque me arrolló en el rodaje y pensé: ‘Y ahora, ¿qué carajo hago?’. Yo no sé trabajar si no hago bromas, y durante la primera semana era él quien tomó ese rol. Después me inventé un personaje, lo saqué y recuperé terreno en el humor. Lo increíble es que todo esto se daba mientras rodábamos la historia de dos amigos enfrentados por el drama que sufre uno de ellos.
Javier Cámara. No recuerdo cuál fue la primera broma que hicimos, pero fue conjunta. Te miente: él no pasa ni cinco minutos desconectado. Menos aún una semana. Había un guion con diálogos preciosos, y charlamos mucho para ver si lo habíamos entendido de la misma manera. Cesc tenía las ideas tan claras, que hasta daba miedo.
R. D. Por suerte abrió juego y nos involucró.
J. C. Cuando empezamos a trabajar, Cesc se relajó. Vio que la película estaba viva.
Pregunta. ¿Es cierto que usted tomaba notas al final de cada jornada?
J. C. Sí, empecé ahí y he seguido. Porque estaba disfrutando tanto que no quería olvidarme de ciertas cosas. En los rodajes suele haber un exceso de energía que no va a ningún lado. Yo soy de esos, me sobreexcito. Él en cambio sabe medir esa energía: porque siempre vas a tener cuatro días de malos –incluso más-, y entonces necesitas esa fuerza, ciertos silencios. El trabajo de un actor no es solo saberse el texto y esperar sentado a que le llamen, sino también crear buen ambiente. Y Ricardo me enseñó cuándo hay que callar.
R. D. Lo que ocurre es que en hay pocas manifestaciones artísticas tan claras basadas en el compañerismo como el cine. La interdependencia es necesaria. Nunca sabes quién te rescatará en tu día malo, pero alguien lo hará si has creado el clima adecuado. He estado en películas donde todos naufragamos, desde luego. El proceso para hacer buen cine se opone al que yo denomino el de ‘los actores consagrados’. Esos que van a sentar cátedra, y en realidad no enseñan nada. Se aprende de ir a aprender.
J. C. Hay veces que vas con… No es miedo. Cuando sabes que lo que ocurrirá en ese plató será bueno, tienes ganas de ir, con, eso sí, un bullir en tu interior.
R. D. Es muy importante recalcar que no siempre tienes ganas de ir. En fin, no todos somos iguales, y conectas más con unos que con otros. Y da igual la nacionalidad. Me parece imprudente esa generalización que alaba la “calidad de los actores argentinos”.
J. C. Bueno, siempre ha habido una admiración desde España hacia vosotros, y más ahora, con el enorme momento que vive el cine latinoamericano. Pero sobre todo, por lo que nos trajo la interpretación argentina. Yo valoro mucho, junto con su veracidad y con el uso de la psicología actoral para obtener trabajos más finos y reales, es esa parte de la falta de prejuicios con las emociones. Hemos pasado de los José Luis López Vázquez y aquella maravillosa generación que usaban constantemente las manos, hasta el polo opuesto. Ahora caemos en el método pasado por la trituradora de Brando, y todos queremos hacerlo pequeñito. Pues no, porque la vida no siempre es así. Y en cambio los argentinos, gracias a su falta de pudor, ahondan más en esa parte física. Hacen gestos. Es maravilloso. Y sí, a veces se pasan y se edulcoran, pero porque juegan en el abismo. Hoy encarnaríamos el personaje de Juan Diego en Los santos inocentes de otra forma, y es un error. Habría que mirarse más en el espejo argentino.
R. D. Yo te escucho hacer este análisis, y me quedo pensando. Y recuerdo que desde que empecé he visto también distintas escuelas de actores españoles -porque nunca desaparecerá el lazo subcutáneo que nos une- y recuerdo cómo encaran ustedes la declamación.
J. C. Es que esa generación de la que te hablo era muy buena y empatizó con su público de la misma forma que estáis haciendo vosotros ahora. Yo veía la pantalla y sentía que eran mis tíos, mi familia.
R. D. A lo mejor es un atrevimiento, pero creo en mostrar las vísceras. Has mencionado Los santos inocentes, una de las mejores películas que vi en mi vida, y recuerdo que cada uno no hacía de su personaje, es que eran su personaje.
Pregunta. Dustin Hoffman decía que como director, él, ahora, no hubiera aguantado al Hoffman actor del método de hace medio siglo. Que por fin había entendido que en la sencillez está la verdad.
R. D. Yo le di el Donostia, y te digo que eso lo dice porque tiene 80 años. Es imposible hacer de otra forma su Ratso de Cowboy de medianoche. Es una línea de acción que ha funcionado mucho.
J. C. Y a él mira cómo le ha ido.
Babelia
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