Temblor
De pequeños, en el cine, mi hermana y yo no queríamos que aquello se acabara, porque el final de la película era la vuelta a la realidad, a los rostros y paisajes conocidos. El teatro era distinto. Muy distinto. Una sensación que entonces no acertaba a precisar, y que hoy definiría como irrealidad nítida, con la mezcla de inquietud y deslumbramiento de los sueños oscuros y diáfanos. Mejor: como un sueño pero mucho más verdadero que un sueño.
Suele decirse que el teatro refleja la vida, la realidad. No para mí. Los decorados eran falsos y se movían con el viento, pero los actores eran humanos, cercanos, cosa que no sucedía en el cine. En cualquier momento podían clavarte los ojos, extender la mano y arrastrarte hasta el escenario. Ese fue un sueño recurrente. Estoy en un salón y de repente percibo que es un escenario, que abajo, en la oscuridad, está el público, amenazador, silencioso, escrutante. Quizás Cortázar partió de un temblor semejante para escribir Instrucciones para John Howell, donde un hombre se ve conducido a tomar parte en una ficción cuyas normas desconoce y ha de ir improvisando: empujado, pues, a la vida, a una extraña forma de vida.
En la adolescencia también me intrigó Un sueño realizado, de Onetti. Una mujer adinerada quiere que una compañía de teatro monte un sueño que ha tenido, un sueño sin argumento, salvo que ella se duerme al final, en mitad de una calle, y dice que cuando dormía y soñaba eso era feliz y quiere volver a serlo, a ser parte del sueño sin público, solo ella y los actores necesarios. Sube a escena, el sueño se representa, ella se gira de costado como un peluche sin pilas, y cuando termina la breve función está dormida para siempre. Cortázar y Onetti, pienso ahora, podían haber elegido el cine para sus metáforas de la vida y el deseo: eligieron el teatro.
Cada noche de teatro vuelve aquel temblor primero, siempre en el mismo momento, el breve tránsito entre las luces que se apagan y la luz de otra realidad que comienza. Sobre todo antes, cuando aún se descorría el telón, marcando la entrada en el otro lado. Ha habido muchos arrastres. Elijo tres: la noche en que Brook me instaló en el reino lejanísimo y presente de El Mahabharata; cuando las criaturas de Pirandello en La función por hacer de Del Arco pugnaron por seguir viviendo con nosotros; cuando alcé los ojos de la arena azul de El Público montado por Pasqual, y era el Gran Teatro Natural de Oklahoma (los ojos de Lorca y los ojos de Kafka: tizones), o como el teatrito abandonado de Treplev, en el mismo desierto, batido por el viento, invicto.
Babelia
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