Cómo describir lo indescriptible
El estreno de la película sobre el Holocausto 'El hijo de Saúl', Gran Premio del Jurado de Cannes, reabre el debate sobre los límites en la representación de matanzas y genocidios
Es probable que ninguna prohibición cultural tenga por qué ser respetada más allá de cierto tiempo posterior al fenómeno, sin duda horrible, que la ha engendrado. La excepción a esto sería la ruptura simbólica del quinto mandamiento de Moisés y de los dos tabúes mayores de la civilización —el parricidio y el incesto—. Por ruptura simbólica habría que entender una apología, más que nada estética, de la matanza de nuestros semejantes, de las relaciones incestuosas o del asesinato del padre. Esto no quiere decir que las artes y el pensamiento se abstengan de reflexionar sobre esos crímenes o de representarlos. Más bien lo contrario. La poesía, el teatro, las artes visuales, el cine y el examen ético o antropológico han probado ser los instrumentos más eficaces para educar a los seres humanos en el espanto racional que los actos bárbaros deben inspirarnos, en aras de la continuidad de nuestra vida social.
Sin embargo, ha sido comprensible y hasta necesario que, al elegir el Holocausto como materia prima, el acto estético haya procurado evitar durante dos o tres generaciones la ficcionalización de lo ocurrido en los campos de exterminio y su representación en imágenes, sobre todo la del núcleo infernal, la del abismo que devoró toda huella de lo humano en las cámaras de gas. La premisa de la película húngara El hijo de Saúl, —que llega a los cines de España el viernes tras su estreno en Francia— desobedece tanto el dictum de Adorno sobre la imposibilidad de hacer poesía después de Auschwitz como la oposición tenaz de Claude Lanzmann a incluir fotos o escenas documentales tomadas en los lager [campos de concentración] en su película Shoah. Ambas fueron formas casi coercitivas de expresar la certeza de que el respeto de las víctimas demandaba convertir aquellas precauciones en mandamientos.
El estudio de Georges Didi-Huberman, Imágenes a pesar de todo, (Paidós, 2003), sobre las fotos que Alex, un Sonderkommando (prisionero obligado por los nazis a colaborar en la puesta en práctica y ocultamiento del exterminio de sus semejantes), tomó desde el interior de una cámara de gas para hacer conocer a la resistencia polaca y a los aliados qué estaba ocurriendo en Birkenau, abrió una polémica entre el autor, un historiador del arte, y dos seguidores de la postura de Lanzmann, Gérard Wajcman y Élisabeth Pagnoux. Fue tan áspero el debate que Didi-Huberman llegó a ser identificado con San Pablo, una suerte de traidor irredimible de la prohibición de fabricar imágenes. Su respuesta ante el ataque fue contundente: en todo caso, la valentía y el riesgo corrido por Alex el Sonderkommando que hizo las fotos para mostrar al mundo hechos inconcebibles que se debían conocer, justifican no sólo nuestro interés en observar y comprender las tomas quizá más peligrosas de la historia, sino nuestro agradecimiento reverencial por ellas.
La verdad es que bastante antes del debate de los años 2001-2003, ya en 1955, el cineasta Alain Resnais y el músico Hanns Eisler en el filme Noche y niebla habían quebrado el tabú de las imágenes y metamorfosis estética de la Shoah. Claro que ahora El hijo de Saúl, que obtuvo el Premio Especial del Jurado en Cannes, ha llegado mucho más lejos al inventar la historia de ese hombre del último de los sonderkommandos, rebelado contra las SS el 7 de octubre de 1944. El personaje de Saúl cree reconocer a su hijo entre uno de los cadáveres de la cámara y busca para él la redención minúscula de celebrar el rito judío de la sepultura.
El despuntar de una piedad absurda y dislocada es el tema de esta película de ficción, por cuanto sólo un impulso, una emoción o, mejor, un paroxismo anímico de tal naturaleza parece concebible en aquella circunstancia. Amén del recurso a la poíesis [creación artística] en un marco histórico estricto, es decir, a una ficción que desborda por completo lo documental, László Nemes, su director, un debutante de 38 años, ha desplegado la trama en el escenario más rehuido, maldito e indescriptible del devenir humano. Pero nunca vemos ese espacio de modo tal que podamos recorrerlo, dibujarlo en nuestras mentes, porque se nos muestra fuera de foco en una gama de verdes y ocres neutralizados en el gris, y porque el traslado de un ambiente a otro es siempre vertiginoso y caótico. Ni siquiera los gritos y golpes en las puertas de la cámara —en sordina sobre el fondo de las palabras que intercambian los personajes— nos permiten captar por medio del oído las dimensiones del lugar.
Cuando la acción se traslada al exterior, los incendios y los aullidos prevalecen en las visiones nocturnas. Claustrofobia, desintegración espacio-temporal, oscuridad, fuego: se acumulan los elementos de la antigua fórmula infernal para representar los sitios de la masacre, los hilos y nudos de la red de palabras, metáforas, imágenes, movimientos que, desde los tiempos de Bartolomé de las Casas, los europeos han utilizado a la hora de referirse a la destrucción de seres humanos indefensos. Fray Bartolomé tal vez haya sido el primer escritor que concibió el disparate factible de un infierno vivido por inocentes y pudo, entonces, comparar el aniquilamiento de pueblos con las violencias imaginarias del reino del diablo.
Quizá El hijo de Saúl pase a formar parte de la serie histórica de descripciones infernales explícitas acometidas por Dante, El Bosco, Beccafumi, Rubens, Milton, y de las metafóricas de Joseph Conrad, Francis Ford Coppola o las novelas de caucherías. Igual que estas, El hijo de Saúl construye —a pesar, y también debido a su carácter estético— una representación de lo verdaderamente acontecido en un fenómeno de crueldad masiva y radical (la Shoah, en este caso), capaz de competir con el relato historiográfico. Pero hay algo más. Los episodios diurnos en el bosque nos apartan de las visiones infernales, por ejemplo el del final, en que los rebeldes del Sonderkommando buscan refugio dentro de una cabaña semidestruida entre los árboles. La aparición fugaz de un niño rollizo y curioso en medio de la naturaleza, que Saúl contempla apenas un momento, ¿se corresponde con un niño real o es, más bien, una proyección ilusoria del protagonista, un fantasma en el sentido epicúreo, un doble del hijo de su fantasía cuya vuelta a la vida vislumbrada reemplaza a la multitud inabarcable de las víctimas?
Creo que en este caso la ruptura de los tabúes que representa El hijo de Saúl merece la pena por dos razones: 1) nos proporciona un conocimiento válido, lúcido, coherente, impregnado de emoción, de un hecho paralizante de la historia, el Holocausto; 2) nos reconcilia con la esperanza de la recuperación de un sentido, merced al regreso imaginario de la figura del muchacho durante el reposo bajo el cobertizo del bosque. En ello no hay ninguna falta del respeto debido a los muertos. Me atrevo a pensar que, al contrario, las vidas truncas de los Sonderkommandos reales han terminado de configurarse en la narración ficticia sobre Saúl y sus compañeros.
Por el episodio de Elpénor que contó Homero en La Odisea, por las respuestas que, según Heródoto, dio Solón a Creso acerca de la felicidad y la muerte, por el relato de San Lucas sobre el peregrino cuyo reconocimiento completó el arco y el significado de la existencia de Jesús, sabemos que toda vida humana exige la representación completa que le otorga el hecho de que los sobrevivientes podamos explicarnos las condiciones de su muerte, comprender luego su paso por la tierra, y construir real o simbólicamente un monumento a su recuerdo. El hijo de Saúl es un paso en la dirección de ese saber histórico y estético cada vez más comprensivo sobre el dolor y la vergüenza de la Shoah.
La película de Nemes nos proporciona un conocimiento válido, lúcido, coherente de un hecho paralizante de la historia
Cabría esgrimir una tercera razón para dar la bienvenida a la película de Nemes. El filme nos permite realizar comparaciones (ejercicio que los historiadores consideramos fundamental en nuestra ciencia) con otros relatos excéntricos del Holocausto, y con narraciones de otros genocidios o asesinatos masivos y sistemáticos de personas. En tal operación se lleva también a cabo el quebrantamiento de un tercer tabú referido a la Shoah: la prohibición de compararla a las demás masacres de la era contemporánea. En el campo de la historiografía, sólo el israelí Omer Bartov se atrevió a superar ese interdicto.
Respecto de las representaciones excéntricas del Holocausto, se me ocurre citar Maus, la novela gráfica de Art Spiegelman, o la película oscarizada La vida es bella (Roberto Benigni, 1997). En cuanto a las catástrofes humanas producidas en otros contextos, la ficcionalización y la exhibición de la boca del lobo han sido herramientas básicas en filmes como Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999), sobre las desapariciones en Argentina; Vals con Bashir (2008), película de animación de Ari Folman que se ocupa de las matanzas de Sabra y Chatila, acaecidas en el Líbano en 1982; y también La imagen perdida (Rithy Panh, 2013), que combina documentales auténticos y muñecos animados para contarnos de manera conmovedora el genocidio de Camboya, más allá de cuanto habíamos presenciado en la película Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984).
José Emilio Burucúa es historiador y escritor argentino, autor junto a Nicolas Kwiatkowski de Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios (Katz).
Babelia
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