A la guerra con spray
Jeosm retrata en blanco y negro la batalla urbana del grafiti con textos de Arturo Pérez-Reverte
Desde El húsar a El francotirador paciente, la literatura de Arturo Pérez-Reverte ha buscado refugio a menudo entre misiones de ejércitos atrapados en encrucijadas inciertas. De los desvalidos tercios de Flandes a la crueldad del narco o el absurdo en los Balcanes, el autor siempre ha sabido rescatar para sus narraciones ese orujo esquivo que se encuentra entre la supervivencia y el honor. Sobre todo cuando éste se destila entre la vida y la muerte.
Sin que parezca cansado de ciertas batallas, mezclado con las tropas de guerrilla urbana armada de spray y capucha que retrató para su novela El francotirador paciente, hizo buenos amigos entre las pandas de grafiteros. ¿Le animaron a dejar su huella en las calles? “Digamos que alguna vez acabé con pintura entre las manos”, confiesa el académico.
Jeosm es uno de aquellos incondicionales. Y a su maña de escritor de paredes, vagones y solares une la de la fotografía, con la que va ganándose la vida. “Tengo que pagar el alquiler, salir a cenar con mi novia y darle pienso a los perros, digo yo…”.
Se lo comentaba Josem al escritor que ha narrado con palabras la fuerza de unas imágenes captadas en la penumbra para el libro Guerreros urbanos, editado por Alfaguara y La Fábrica. En él circulan por sus raíles personajes de espalda, de perfil o con la cara tapada. Códigos clandestinos que quien es uno de ellos sabe custodiar. “El respeto, la lealtad y la camaradería nos define. Y se ganan todos en la calle”.
“Digamos que alguna vez acabé con pintura entre las manos”, confiesa el académico
Suena a tropa. Pero de la buena. Eso es lo que hizo despojarse a Pérez-Reverte de los prejuicios que tenía sobre ellos. “Algunos los conservo, pero la mayoría no. Precisamente descubrir que son y actúan como un ejército, no sólo en sus códigos éticos y morales –salvo las excepciones de algunos vándalos, que los hay-, sino en sus métodos de trabajo, es lo que me hizo aprender mucho”.
Al principio tuvieron que romper reticencias mutuas: “A nosotros también nos parecía extraño que un tipo como él, académico, quisiera acercarse. Qué pinta aquí este tío, nos preguntábamos…”. Hurgar. Observar la presa, confiesa Pérez-Reverte. “Los escritores somos cazadores. A mí, en principio, no me interesaba lo que hacía Jeosm. A mí me interesaba él. Una de las cosas que entendí es que cada grafitero tiene su propio álbum de fotos, es su trofeo, su manera de inmortalizar la pieza”.
Poco a poco, el autor fue entendiendo: “En esta época en la que la mayoría de palabras se escriben con minúscula, comprendí que ello utilizaban la mayúscula para hablar de lealtad, dignidad, coraje, solidaridad, todos esos términos que todavía me conmueven”.
Jeosm cree que a su amigo, sus colegas de misión clandestina para impregnar de color las paredes huérfanas de la ciudad, le removían profundamente recuerdos del pasado en tantas batallas. “Creo que tenemos cosas que te revuelven”, le comenta a Pérez-Reverte.
E interrogantes que le inquietan. Como dar un palancazo. Detener un metro en mitad de su trayecto para pintar un vagón. “Lo ejecutan como soldados, unos lo paran dentro mientras desde fuera, pintan el tren en un momento y se piran”. La adrenalina. El estilo. La obsesión por dejar marcados sus nombres. “En el fondo, lo nuestro es puro ego. La sensación de escribir tu nombre en un vagón y que la gente se monte, no tiene precio. Pero buscamos con ello el respeto de los grafiteros, no de los galeristas…”, explica Jeosm.
Practican el culto a lo clandestino y el desafío a la autoridad. Se llevan sus buenas palizas por ello. Cuentan con el riesgo. Y lo pagan. Pero no hay nada comparable para ellos a ese chute de luminosa oscuridad que define su arte, el mismo que ha retratado sin trucos, en escenarios reales y con su Leica el soldado Jeos.
Babelia
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