Shakespeare o el arte de sacar brillo a otros
Llevó a sus últimas consecuencias el juego del teatro dentro del teatro y la grandeza del soliloquio
Probablemente, el joven William Shakespeare no aprendiera en la escuela de Stratford-upon-Avon mucho más que la Biblia y algunas más que provechosas nociones de gramática. Pero su actitud devoradora de libros comenzó con los clásicos de Grecia y Roma, siguió con las leyendas de la Historia de Inglaterra y quedó rematada por las obras de teatro que, atónito, observaba desde niño cuando las compañías de la época recalaban en su pueblo.
Puede que diera sus primeros pasos como dramaturgo adaptando al inglés piezas de Ovidio, Plauto o Terencio. La comedia de los errores se basa en un amplio conocimiento de Menaechmi, de Plauto. Todo ese bagaje, aparte de la tradición parlanchina de la época Tudor, fueron conformando el oficio de un joven Will tremendamente perspicaz.
Cuando decidió empotrarse en una compañía de cómicos, continuó el aprendizaje. Su cometido a lo largo de los primeros años consistió en rematar obras comenzadas por otros. También en abrillantar viejos materiales con referencias a temas recientes o introducir monólogos retóricos para que pudieran lucir las figuras mientras él los contemplaba entre bambalinas, a la espera de sus entradas como actor en papeles de poca monta tipo mensajero, cuarto caballero o quinto asesino, según cuenta Anthony Burguess.
Pero se esmeró tanto, que cuando Londres acogió una obra como Enrique VI, los asistentes del recién renovado teatro Rose, fueron testigos de un antes y un después en la escena. Alguien a la altura de Christopher Marlowe y mucho más allá que el envidioso de Robert Greene pedía paso con un drama histórico distinto, tras haber llamado ya la atención con otros títulos como Marco Antonio y Cleopatra o aquella ensalada de violencia caníbal titulada Tito Andrónico.
Shakespeare marcaba la diferencia. Su estilo, su planteamiento, su lenguaje, la intensidad épica y dramática que lograba introducir en sus obras envenenaron la escena… El éxito no le abandonó desde entonces. Su capacidad de anticipación a los temores colectivos reactivaba ese papel de médium social. Julio César, por ejemplo, contenía una más que sutil prevención ante las tentativas de asesinato contra la reina Isabel. Todo cuanto inventaba, adaptaba o reconducía para su tiempo resultaba aclamado.
Corrían tiempos en que nadie tenía el menor reparo a la hora de robarse las ideas. La clave estaba en el cómo. Cómo desarrollarlas, cómo clavarlas en el corazón del público"
O todo cuanto plagiaba… Caso de una de sus banderas: Hamlet. No está claro que la idea de reelaborar el drama del príncipe de Dinamarca partiera de él o fuera una sugerencia de algún miembro de la compañía de lord Chambelán. Por aquel entonces, se trataba de uno de los grupos estables en el Globe, teatro en cuya propiedad participaba Shakespeare. Puede que le tentaran con la posibilidad de mejorar aquel argumento lleno de posibilidades malgastadas como sólo él podía hacerlo.
Es posible que quien firmara aquella versión que Shakespeare vio fuera Thomas Kyd, compañero de farra de Marlowe. En 1598, algunos hicieron referencia al descaro de un autor iletrado que se había atrevido a escribirla, caso de Kyd. Corrían tiempos en que nadie tenía el menor reparo a la hora de robarse las ideas. La clave estaba en el cómo. Cómo desarrollarlas, cómo clavarlas en el corazón del público.
Shakespeare vio la obra varias veces. Tantas como para haberse aprendido pasajes de memoria y utilizarlos al no disponer de copias. Pero sus planes iban más allá: no sólo dejar patentes las heridas que le afligían respecto a la muerte de su hijo y el temor a la desaparición de su padre. Si no llevar a sus últimas consecuencias el juego del teatro dentro del teatro y el arte del soliloquio como vehículo inagotable de las más oscuras introspecciones. ¿Dónde han quedado los precedentes de aquel heredero en el filo de la locura? Hamlet sólo hay uno. Y es el que concibió Shakespeare.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.