¡Petardazo final!
Manzanares y López Simón triunfan a medias con una inválida y penosa corrida de Juan Pedro Domeq
La salida a hombros de López Simón tras una acelerada faena al codicioso toro sexto no puede hacer olvidar el muy vergonzoso espectáculo que puso punto y final a la Semana Grande.
Domecq/Ponce, Manzanares, López Simón
Toros de Juan Pedro Domecq, mal presentados, inválidos y descastados. Destacaron quinto y sexto por su movilidad.
Enrique Ponce: pinchazo y dos descabellos (silencio); tres pinchazos, estocada y un descabello (silencio).
José María Manzanares: gran estocada (ovación); media en la suerte de recibir (oreja).
López Simón: estocada (silencio); estocada baja (dos orejas).
Plaza de toros de Illumbe. Cuarta y última corrida de feria. 16 de agosto. Lleno.
Esta preciosa ciudad, -por su historia, y, sobre todo, por su indeciso y oscuro futuro-, y su corta pero entendida y sufrida afición merecían que se hubiera organizado un corridón de toros con figuras de verdad, y no con esas que proclaman con la boca chica su amor a la fiesta y la esclavizan con sus acciones.
La birriosa, inválida y mortecina corrida de Juan Pedro Domecq nunca debió ser anunciada en esta feria; y menos en compañía de Ponce, Manzanares y López Simón. Si algún día, más pronto que tarde, desaparece la fiesta en esta ciudad, que ningún taurino se atreva a derramar una lágrima; los políticos serán los ejecutores, pero los responsables estarán entre los que viven del toro.
¿Por qué insiste Enrique Ponce en aprobar con sobresaliente cum laude el título de enfermero jefe de la unidad de cuidados intensivos de la muy enferma ganadería brava española? Grandiosa e indiscutible es su brillante hoja de servicios, pero no es de recibo que viaje a esta plaza para enfrentarse a dos mortecinos borrachuzos que daban pena con solo mirarlos. Eso no es de figura grande. Su primero volvió a los corrales porque tenía una pinta inmunda de drogadicto. El sobrero tampoco podía con su alma, sin chispa ni riñones, con aspecto de perrito faldero y, por tanto, intoreable incluso por el enfermero jefe. En fin, que su cansina labor tuvo visos de funeral de tercera, de una tristeza infinita. No mejoró el cuarto, otro inválido al que Ponce intentó reanimar con todo tipo de medicinas y maniobras de resucitación, pero no hubo manera.
He aquí que salió el segundo de la tarde, otro animal cogido con alfileres, con el que, como con todos, se simuló la suerte de varas, y Manzanares se entretuvo en trazar un toreo superficial y anodino, despegado y al hilo del pitón, que a nadie enardeció. Contento, al parecer, con su labor, culminó la olvidable ‘obra’ con manoletinas entre el sepulcral silencio de la plaza.
Le tocó después un ejemplar que no rodó por la arena y embistió con movilidad y ciertas dosis de codicia. Dibujó algunas meritorias verónicas y un par de chicuelinas que hicieron albergar esperanza. Lo banderilleó con eficacia Rafael Rosa, y el maestro brindó a la concurrencia la que se esperaba como la faena de la tarde. Pues no pudo ser. Se empeñó el torero de nuevo en torear al revés de cómo mandan los cánones, perdió el tiempo en tandas insulsas y dejó escapar una ocasión de triunfo. Paseó una oreja sin peso ni justicia.
Si López Simón pretende acabar con el cuadro, lo que debe hacer es alejarse de estos toros; como mucho, será uno más y no pasará a ninguna historia. Brindó el muy inválido tercero e insistió ante un animal en estado comatoso. Mejoró ante el sexto, más vivo, largo y repetidor que sus hermanos en una labor ilusionada y acelerada, que destacó por su entrega y pundonor y un toreo de escasos quilates.
Lo dicho: si los toros se acaban, búsquense a los verdaderos culpables.
Babelia
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