Un nuevo mundo plagado de nombres viejos
Juan Marchena, catedrático especialista en toponimia en América, explica cómo se replicaron allí unos 70.000 topónimos de origen hispano tras la conquista
Primero una isla, luego, quizá, una montaña, un río; pronto, las primeras gentes. La apropiación para la Corona de Castilla de las tierras descubiertas al otro lado del océano no implicó solo dominio político y religioso, sino también geográfico: había que nombrar (o renombrar) toda la abundancia del Nuevo Mundo. Muchas veces, el ingenio no daba abasto: se repitieron nombres españoles por doquier, pero también se respetaron los indígenas o se adaptaron al español. Juan Marchena (Sevilla, 1954) es especialista en la toponimia de América. Catedrático y director del Área de Historia de América de la Universidad Pablo de Olavide, dirigió a principios de los años ochenta el primer estudio exhaustivo de los nombres de localidades de Castilla y León replicados en el Nuevo Mundo. Cree que, a pesar de la invasión de denominaciones europeas, se respetaron muchos topónimos originales.
- P. ¿De dónde viene la tradición de reutilizar nombres europeos en América?
- R. Desde la Edad Media, tierras desconocidas por inexploradas habitaban en el imaginario popular, alentadas por leyendas a la par luminosas como tenebrosas: la tierra del Preste Juan, la isla de San Brandán o San Borondón, que aparecía y desaparecía, la isla Florida, donde manaba la fuente de la eterna juventud, el Jardín de las Delicias, el reino del César, Cíbola y las siete ciudades encantadas, el país de las intrépidas amazonas, la mágica isla Antilla, la prodigiosa isla Brasil y la de las Mujeres y las de Once Mil Vírgenes. También se hablaba de la tierra de los caribes dominados por el rey Creso que narraba Jenofonte, la Sierra de la Plata, la Tierra Rica, el país de El Dorado o de Ophir, conocido por Salomón. En los libros de caballerías, y en el más famoso de todos ellos, el Amadís de Gaula, o en las Sergas de Esplandián, princesas, magos, gigantes, pigmeos, poblaban todo lo que se hallaba más allá de lo conocido, tierras maravillosas dispuestas a ser dominadas por la espada de los más osados paladines que quisieran adentrarse más allá de aquellas míticas fronteras, más allá del mar. Esos nombres flotaban en la imaginación colectiva.
- P. Pero muchos nombres actuales se corresponden con lugares reales en Europa.
Muchos países mantuvieron los nombres indígenas (o, al menos, como pesaban los ibéricos que se llamaban, en un ejercicio de oído)
- R. Al hallarse estos europeos, cargados de atavismos medievales, ante aquel mundo desconocido para ellos, todas esas leyendas quisieron corporeizarse en tierras, islas, regiones y países que se extendían a su paso. Así surgieron la tierra Florida, la isla de Brasil y de las Antillas, los dominios de la princesa California, el país de los patagones, de los caribes o de Arizona, el reino de El Dorado, el río de las Amazonas, las Sierras de la Plata, las Tierras Ricas... Fue como si hubieran encontrado de pronto lo tantas veces fantaseado.
Y también, al hallarse en tan breve plazo tanta isla, tierra, costas, ríos, animales y, sobre todo, tantas gentes y tan diferentes, aquel mundo fue nominado por estos hombres a la velocidad de su aparición, y alucinados ante la novedad. Los cronistas insisten en este asunto: América fue para esta colección de aventureros una tierra de promisión, la posibilidad de vivir la vida que en sus pueblos les estaba vedado. Un sueño. Al nominar los nuevos lugares echaron mano de su tradición y de sus elementos de referencia más próximos, lo conocido: su tierra, su geografía, sus santos, sus nombres.
En todo caso, les añadieron lo de "nueva" o "nuevo" como indicando "la otra", "el otro". Así aparecieron en los textos y los mapas la Nueva España (el actual México), la Nueva Granada (Colombia), la Nueva Castilla (parte del Perú), la Nueva Andalucía (parte de Venezuela), la Nueva Galicia (norte de México), o por su riqueza, se nombraron a Castilla del Oro (la costa caribe colombiana y la de Panamá), la Costa Rica, el Puerto Rico o la Costa de las Perlas.
Algunas ciudades cambiaron su nombre [tras la independencia], como Valladolid de Michoacán (México), que pasó a llamarse Morelia en honor al héroe insurgente José María Morelos
También abundó la denominación a partir de la tierra de nacimiento de estos conquistadores, pobladores o fundadores de las ciudades: es difícil no hallar un topónimo peninsular (especialmente de las dos Castillas, Andalucía, Extremadura, Cantabria o País Vasco o Canarias, dado el origen de los nuevos vecinos) en las nuevas fundaciones de los siglos XVI y XVII. Y santos, muchos santos y santas: usaron el santoral al completo, a veces relacionado con el patrón del pueblo del fundador, o de la orden religiosa que allí estableciera la doctrina.
- P. ¿No había respeto por la toponimia local?
- P. En la mayor parte de los casos, sí. Muchos países mantuvieron nombres indígenas (o, al menos, como pensaban los ibéricos que se llamaban, en un ejercicio de oído). Guatemala (quauhtlemallan, en náhuatl "tierra de muchos árboles"), Nicaragua (quizás por el cacique Nicarao), Panamá (por el vocablo indígena bannama, lugar lejano), Quito (por el señorío de los kitukara, una etnia local), Perú (por una mala audición y apreciación del país del rio Virú), Chile (de chilli, seguramente una palabra aymara, confín del mundo), Guayana (en warao, tierra sagrada), Paraguay y Uruguay por los ríos que los atraviesan (en guaraní, río que origina un mar, y río de los urús o pájaros, o de los caracoles o uruguá, respectivamente), más otros nombres indígenas como Caracas, Cusco o Kosko, Cochabamba, Tucumán, Otavalo, Antofagasta, Yucatán, Catamarca o Bogotá. En algún caso el nombre indígena, como en el caso de Cuba (una palabra indígena, kuba, que significa "jardín habitado") se acabó imponiendo sobre el que los primeros conquistadores le dieron inicialmente: Juana, por la reina Juana, y Fernandina, por el rey Fernando. Cuba quedó. En otros casos, el topónimo indígena atravesó el océano: de Potojsi (que significa "reventazón", "explosión") a Potosí, y al más que castizo "vale un potosí". Si repasamos el famoso Diccionario geográfico sobre América que confeccionó el quiteño Antonio de Alcedo en 1786, las tres cuartas partes de los topónimos allí reflejados son de origen indígena.
- P. ¿Hay algún tipo de similitud entre las ciudades españolas y sus homónimas americanas?
- R. A veces, como en el caso de Cartagena de Indias, su nombre fue puesto primero a la bahía, por la gente del santoñés Juan de la Cosa, y casi treinta años después a la ciudad que fundó en esa bahía el madrileño Pedro de Heredia. En ese momento (no ahora) ambas bahías era similares, y de hecho varios topónimos cercanos se tomaron del original: así, en Cartagena de Levante está el cerro Galera; en Cartagena de Indias, el cerro de la Popa de la galera... y esto se repite en otras ocasiones, como el de la Sierra Nevada de Santa Marta, por ejemplo, por la sierra granadina (española). También se pusieron nombres por lo contrario, por contraste: Venezuela recibió tal nombre por entenderse ser aquel país una "Venecia pobre", dada la impresión que a los ibéricos causaron los palafitos indígenas del lago de Maracaibo.
- P. ¿Cuáles fueron las últimas ciudades bautizadas?
- R. Las fundadas en los procesos de colonización al interior, en el norte de México, o las nuevas fundaciones, como Barcelona (Nueva Barcelona del Cerro Santo) ya en el 1638, por el conquistador catalán Joan Orpí; o Montevideo, en 1726, por el cerro que dominaba la ciudad; o en el interior del Chaco, como Nueva Orán. En otras ocasiones, cuando hubo que trasladar la ciudad con motivo de los terremotos, como el caso de Guatemala en 1776, quedaron las dos ciudades: La Antigua y La Nueva. Hasta el día de hoy.
- P. ¿Quién decidía qué nombre se ponía?
- R. Normalmente, el fundador de la ciudad. A veces se mantenía el nombre, a veces se cambiaba, a veces se mezclaban nombre españoles con indígenas, como San Francisco de Quito, o Santiago de León de Caracas, o Santa Fe de Bogotá... En algún caso la ciudad se llamó como su fundador, tal es el caso de Valdivia, en el sur chileno.
- P. ¿Había algún tipo de consigna real u oficial?
- R. No la había. Lo que sí existía era un protocolo que había que seguir para las fundaciones, establecido en las Reales Ordenanzas de Población, dictadas en 1573 por Felipe II. Regulaba todo lo referente a la ciudad, su fundación, construcción, vecinos, autoridades o tamaño.
- P. ¿Cómo se oficializaba el nombre, había algún tipo de registro en España?
- R. No había registro. El Consejo de Indias aprobaba (o no) la fundación, y comprobaba que se hubieran seguido todas las normas y preceptos.
- P. ¿Hubo casos comprometidos o polémicos?
- R. Más que en la fundación, en la constitución de los cabildos (equivalente a los ayuntamientos de hoy) sobre todo durante las guerras entre familias de conquistadores y pobladores a mediados y fines del siglo XVI.
- P. ¿Hasta qué punto se revirtió la toponimia en favor de denominaciones locales tras la independencia?
- R. Hubo naciones que adquirieron nuevos nombres en los procesos de independencia o en las primeras constituciones que las organizaron como tales. El territorio de la Audiencia de Charcas, también conocido como Alto Perú, pasó a llamarse Bolivia en honor al libertador Simón Bolívar. La Nueva Granada pasó a llamarse Colombia, en honor a Cristóbal Colón, nombre puesto por el también libertador Francisco de Miranda, incluyendo a Venezuela y al antiguo Reino de Quito, que con su independencia de Colombia en 1830 pasó a llamarse República del Ecuador. También surgieron tras la Independencia la llamada República Argentina (antiguo virreinato del Río de la Plata) y la Banda Oriental del Uruguay y enseguida República Oriental del Uruguay. La Nueva España pasó a llamarse toda ella México. Algunas ciudades cambiaron su nombre, como Valladolid de Michoacán (México), que pasó a llamarse Morelia en honor al héroe insurgente José María Morelos, o la ciudad de Chuquisaca, capital entonces de Bolivia, que pasó a llamarse Sucre, en honor del libertador Antonio José de Sucre, o Puerto Príncipe, en Cuba, que pasó a llamarse Camagüey. Otras ciudades trocaron también su nombre por el de los libertadores locales, y la mayoría, en general, fue perdiendo los largos topónimos coloniales: así la Ciudad de los Reyes de Lima, quedó en Lima; Santa Fe de Bogotá, tras varias deliberaciones, idas y vueltas, ha quedado en Bogotá; San Cristóbal de la Habana, quedó en La Habana; otras han mantenido el nombre completo, como San Fernando del Valle de Catamarca o San Salvador de Jujuy, en el norte argentino.
Babelia
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