Alegrías del Palomar
Es uno de los mejores. Ahora se deja la piel en los escenarios actuando. Pero sueña con crear una escuela de cante cuando sea viejo
Por hablar de otra cosa. Si vas por Cádiz y pronuncias el nombre del cantaor David Palomar a la gente se le dibuja una sonrisa en el rostro. David es la manifestación viva de una ciudad en la que el arte se respira. En la barra de un bar, en el ritmo sensual de los días, en esos niños que aprenden el compás desde que abren los ojos al mundo.
Lo confieso: me siento incapaz de reproducir el tremendo encanto del habla de Palomar. Este Jean Paul Belmondo en versión gaditana es hoy uno de los mejores cantaores de España. Yo quiero saber cómo se hace un cantaor y él, apasionado siempre, me lo cuenta:
—Soy de la Viña y empecé en el carnaval a los 10 años. Luego tuve que quitarme el vicio de esa forma de cantar porque el carnaval tiene otra manera de hacer los melismas. Pero le agradezco al Carnaval las tablas y estar desde chico identificando voces.
—A Camarón lo vi con 12 años. Mi padre creó la primera peña de Camarón en mi barrio. Se reunían en un local muy humilde. Imagínate esa gente cuando Camarón apareció un día de pronto. Tal fue el gentío que me llevaron a mi casa porque llegó a ser peligroso, un centenar de gitanos queriendo tocarlo como si fuera un santo.
—Fue Camarón el que encendió en mí el deseo de cantar. No me sacaba el Soy gitano de la cabeza.
—Mi infancia fue maravillosa. Antes de los móviles, qué sencillo todo. Mi padre tenía un sueldo ajustado: vivíamos gracias a que mi madre hacía malabares. Y todo el día en la calle. Era la época, los ochenta, en que la heroína pegaba fuerte. Jugabas en plazas donde había 40 jeringuillas de la noche anterior, pero los yonquis respetaban a los niños del barrio, tenían su adicción pero también una ética. Y en verano, a la Caleta, todo el día jugando por las rocas o tirándonos del Puente Canal. Una infancia feliz sirve para siempre.
—A mí gustaba el periodismo, pero estaba en clase y, ay, no me podía concentrar. La de Física explicando algo y yo ahí, con el runrún del cante. Mi madre decía, eso no es un oficio, pero mi padre me vio tan empecinado que dijo, si vas a hacer esto, sé un tío serio, demuéstralo.
—Viajar me ha abierto los ojos. Me he quitado el chauvinismo gaditano de encima. Amo mi tierra, pero si me proponen algo, me iré. Sé que siempre voy a regresar.
—Cádiz siempre ha sido la ciudad con mayor índice de paro de Europa, pero hay una calidad de vida. Eso tiene un peligro: nos podemos acomodar. La gente joven va cambiando, pero en el pasado éramos de conformarnos con poco. Algo muy de nosotros, tanto como reírnos de nuestras penas.
—Las alegrías, las bulerías, los tanguillos… Los críticos restan valor a esos cantes alegres. Relacionan la alegría y la rítmica con poca dificultad y no es verdad. Hay entendidos que se agarran a la tragedia del flamenco, que si los cabales, que si lo jondo… Cualquier músico extranjero vería que es más difícil tocar un tanguillo que una seguiriya. Pero los expertos viven prisioneros de sus esquemas.
—Los antiguos flamencos tenían otra vida, sobrevivían, iban al bar a ver si el señorito les echaba algo. Yo me levanto temprano y voy al gimnasio. Para aguantar hora y media de escenario hay que estar en forma.
—Después de cada concierto necesito la soledad. La euforia parece obligatoria en este mundo, pero tú te has dejado el alma en el escenario y lo único que deseas es acostarte y cerrar los ojos.
Palomar sueña con crear una escuela de cante en Cádiz cuando sea viejo. Pero ahora toca dejarse la piel actuando. La realidad es que a no ser que un flamenco se haga célebre, ay, qué poquito caso les hacemos. Escuchen Denominación de origen y entenderán el porqué de mi entusiasmo.
Babelia
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