Buenos y malos hábitos
Dos montajes de ‘Wozzeck’ y ‘Eugen Onegin’ revelan en París la cara y la cruz de las modernas producciones operísticas
Los teatros de ópera de repertorio ofrecen la posibilidad de, en días contiguos, enjugar una desilusión con una alegría. Es lo que acaba de suceder justamente en la Ópera de París con la reposición –lunes y martes– de dos montajes propios de sendos directores de escena de renombre: el suizo Christoph Marthaler y el alemán Willy Decker. Ambos recurren a un elemento cada vez más habitual: una escenografía única para toda la ópera, haciendo caso omiso de los cambios de decorado prescritos en el libreto. Sin embargo, lo que en un caso funciona en el otro hace agua estrepitosamente, porque la escenografía, lejos de ser un elemento aislado o puramente estético, tiene que estar al servicio de una idea. Si esta falla o es prácticamente inexistente, como sucede en este Wozzeck estrenado en París en 2008 y que pudo verse en el Teatro Real de Madrid cinco años después (Gerard Mortier era entonces el director artístico en uno y otro teatro), todo se viene abajo.
Lo que vemos es una suerte de bar-cafetería impersonal montado bajo una de esas carpas provisionales que se levantan para celebraciones o fiestas locales. En Wozzeck, sin embargo, no hay nada que festejar, de no ser, por utilizar el título de muchas alegorías medievales sobre el tema, “el triunfo de la muerte”. Alrededor de la carpa ideada por Marthaler y su habitual escenógrafa, Anna Viebrock, cuya estética, iluminación y colores, tan ajados, recuerdan a ciertos decorados del cine de Aki Kaurismäki (aunque aquí no se atisba por ninguna parte el enorme talento del finlandés para inspirar compasión por unos personajes igualmente zaheridos y humillados), hay diversos juegos infantiles: un castillo hinchable, una cama elástica, una canasta de baloncesto, unos grandes bolos colgantes de plástico, la enorme cara de un payaso de plástico que acabará engullendo el cadáver de Marie. Entre ellos corretean incansables un tropel de niños, aparentemente ajenos a que nadie parece divertirse en el interior, donde un grupo de adultos sórdidos y endurecidos parecen estar echando una partida al más peligroso de los juegos: el juego de la muerte.
Alban Berg diseñó su ópera como una lenta partida de ajedrez, con la estrategia dramática y musical perfectamente planificada y dosificada: “Langsam, Wozzeck, langsam!” (“¡Despacio, Wozzeck, despacio!”), canta significativa y premonitoriamente el capitán al comienzo mismo de la ópera. Reconvertirla en una de esas partidas rápidas, con movimientos fugaces de ambos jugadores, convierte al público en un espectador muchas veces ajeno a los matices de los avances y los pequeños gestos de uno y otro. Wozzeck requiere reposo, ponderación, pausa, silencios y una nítida diferenciación espacial. La propuesta de Marthaler es, en cambio, uniespacial y unitemporal: todo sucede en idéntico lugar y de manera ininterrumpida. Pero llevar las escenas íntimas de Marie con su hijo a esa cafetería impersonal y destartalada, o alejar el asesinato del río y bajo una luna roja (esencial en la construcción de la escena) son decisiones que no pueden dejar de tener consecuencias (anti)dramáticas. En la tercera escena del primer acto, Marie (“Es wird so dunkel”) y Wozzeck (“Und jetzt Alles finster, finster”) hablan, por ejemplo, de oscuridad y lobreguez en medio de esa cafetería perfectamente iluminada. Y, al final de la ópera, los niños no juegan, sino que cantan mirando fijamente al público desperdigados por las sillas de la cafetería. Demasiadas licencias en un mecanismo de relojería que se resiente de tanto intervencionismo desnortado.
Pero lo más discutible de la puesta en escena de Marthaler es justamente el aspecto que con mayor celo habría que cuidar: la caracterización del protagonista. A sus ojos, Wozzeck no evoluciona psicológicamente, sino que ya desde la primera escena lo presenta como un individuo acelerado, casi hiperactivo, estresado, una suerte de camarero al servicio de todos bajo esa carpa impersonal. En una de sus mangas luce un letrero naranja en el que puede leerse “SECURITÉ”, pero nada de lo que le vemos hacer parece responder a esa función. A Johannes Martin Kränzle, que es un estupendo actor, Marthaler le hace ir de acá para allá, en permanente frenesí, y mostrarse demasiado obviamente enajenado, sudoroso, irreflexivo. Pero la enajenación de Wozzeck es progresiva y el final de esa partida en la que parece servir de peón o comodín para todos cuantos pululan por la carpa no puede ser otro que el asesinato de Marie. Cuando este se produce, fuera del lugar concebido por Büchner y Berg, y sin que las certeras pinceladas psicológicas de música y libreto hayan surtido su efecto, en lugar de estremecerte, te deja frío, porque todas las cartas estaban ya marcadas y llevaban a la vista demasiado tiempo. Wozzeck no domina la ópera, sino que queda desdibujado, perdido, entre tantos –e innecesarios– juegos y carreras infantiles, y en medio de ese espacio uniforme y globalizador.
Kränzle, como el resto de los cantantes, salvó la representación con una entrega sin fisuras, lo mismo que puede predicarse de la Marie vocalmente poderosa de Gun-Brit Barkmin en el que era su debut en París, o del espléndido Tambor Mayor macarra y chulesco –cresta punk incluida– compuesto por Štefan Margita. Michael Schønwandt dirigió con excesiva premura la que debe de ser una de las representaciones más rápidas de Wozzeck de que se tienen noticia. Lo único que funcionó verdaderamente bien, por motivos obvios, es la escena de la taberna del segundo acto, con los músicos también bajo la carpa, incluido ese pianista que está, en cambio, completamente de más en el primer acto: el horror vacui habitual en estos desmitificadores de la dirección de escena le hace estar apagando y encendiendo continuamente la lamparita colocada encima de su piano vertical –¿para qué?: la risa que provoca es cero– e intervenir incluso con un par de acordes al final del acto que, salvo error, no figuran por ninguna parte en la partitura. En suma, una oportunidad perdida para inocular el desasosiego en los espectadores con una ópera pensada justamente para eso. Wozzeck es el epítome de los infelices años veinte, el tiempo en que se fraguó la hecatombe de la década siguiente. Es una ópera en la que, como en el último movimiento del Cuarteto núm. 2 de Arnold Schönberg, el maestro de Berg y primer practicante de la atonalidad, debe percibirse, sutil e incorpóreo, “el aire de otro planeta” (el verso es de Stefan George). Con algunas obras maestras, es mejor no jugar.
Una obra siempre vigente
La producción de Eugen Onegin de Willy Decker se estrenó en la Ópera de París en 1995 y sigue, en cambio, igual de vigente y polisémica que entonces. Marthaler llena el escenario de objetos y personas, mientras que su colega lo vacía casi por completo. Le basta un mínimo atrezo –un sofá, un par de sillas– para dar sentido a todo el primer acto. Como sucedía en su coetáneo Peter Grimes (que también se vio en la primera temporada del reabierto Teatro Real), el suelo está en pendiente, pero no una, sino varias que se entrecruzan y que los cantantes se ven obligados a subir y bajar, símbolo de sus propias penalidades personales. El inmenso espacio que crean esas paredes desnudas sirve también para acercar y alejarlos en función de la proximidad o el abismo que caracteriza su relación en cada momento. El intermedio se sitúa, con gran acierto, después de la primera escena del segundo acto, y tras ella todos los colores ocres y anaranjados dan paso a un sencillo contraste entre grises y negros.
En la polonesa que abre el tercer acto vemos a Tatiana sola, de espaldas, mientras desciende una enorme lámpara que de inmediato nos traslada a un gran salón de San Petersburgo. Anna Netrebko compone una Tatiana perfecta en lo vocal y menos creíble en lo físico que hace unos años, pero ella suple la transformación de la adolescente soñadora en la mujer confiada con su dominio escénico y su perfecto conocimiento del papel. Tras una soberbia escena de la carta (escrita en diversos raptos de frenesí en el suelo, sobre el asiento de una silla, en la pared), el público parisiense interrumpió la representación con aplausos y bravos entusiastas durante varios minutos. Peter Mattei se adecua también mejor al Onegin frío y displicente del comienzo que al hombre torturado y consciente de su gravísimo error del final. Su físico le ayuda y brindó una perfecta contrapartida vocal y escénica a la gran soprano rusa: en la tanda de aplausos fueron aclamados casi por igual. Magnífico y muy homogénero el resto del reparto, pero es imposible dejar de mencionar a Hanna Schwarz, que conserva un estado vocal asombroso a sus 73 años y que, a pesar de su físico frágil y menudo, es capaz de llenar el escenario con su presencia y sabiduría: su Filipievna fue un verdadero regalo y toda una lección para sus colegas.
En una representación modélica, solo hubo un punto negro: el príncipe Gremin. Por el cantante (Aleksandr Tsimbaliuk), que no estuvo a la altura de la grandeza musical de su aria, y porque aparece caracterizado como un hombre joven, algo absolutamente incompatible con la esencia dramática del tercer acto. Chaikovski lo imaginó como un general viejo y gordo, no como un colega y coetáneo de Onegin: el abismo de edad entre él y Tatiana es crucial para entender el texto de su aria (y la música honda y sincera que imaginó el compositor), la decisión de Tatiana y la desesperación de Onegin. Gremin, al igual que Filipievna y la madre de Tatiana y Olga, tiene que representar esa sabiduría y autoconocimiento que confieren únicamente la edad. Las primeras cantan en la escena inicial una frase que Chaikovski convirtió casi en su lema y consuelo vital tras su desastroso matrimonio (“el cielo envía el hábito como sustituto de la felicidad”) y Gremin simboliza todo aquello a lo que Chaikovski aspiraba con su disparatada decisión de casarse, pero que jamás pudo conseguir. Fue el único lunar, y el único despiste de Willy Decker, de una tarde de estreno de altísimos vuelos, intensa y emocionante, conducida desde el foso con enorme musicalidad, cuidado y sentido teatral por un también aplaudidísimo Edward Gardner.
Babelia
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