Lo políticamente correcto llueve sobre Vargas Llosa
Para algunos, es mejor imaginar que el premio Nobel dice exabruptos que leer sus argumentos
Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.
La constelación lluviosa era magnífica, en todo caso. En la Universidad Rey Juan Carlos se contaban cosas bellas de la escritura de Gabo. Jorge F. Hernández, mexicano ahora de Lavapiés, recordó, para regocijo de Abello, que Gabo lo llamaba de madrugada para verificar con él (y lo había hecho con otros, médicos o legos) cuánto tarda en morir un hombre mordido por un perro rabioso; Abello, Antonio Rubio, los periodistas presentes, los que habían hablado, se habían referido a la capacidad que tienen todas las obras de Gabo para transmitir el enorme poder de su prosa periodística, que se cuela como una obligación de verificación en sus textos más novelescos e incluso más noveleros.
En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.
Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.
Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.
Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.
Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.
Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.
De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio.
Babelia
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